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Nuestra historia, a modo de presentación

sábado, 4 de enero de 2025

La represión a la revolución de 1934 en Laciana y El Bierzo, informe de Félix Gordón Ordás (II)

Hace unos meses publicamos la primera parte de este reportaje de Félix Gordón Ordás sobre la represión a la revolución de 1934, en concreto habíamos seleccionado algunos testimonios recogidos en las comarcas de Laciana y El Bierzo. Se trataba de los casos de José Fernández Galán, vecino de Caboalles de Abajo, José Pérez y Toribio Fernández, vecinos de Matarrosa del Sil, Nemesio Pascual, vecino de Matarrosa, y de Daniel Huerga Merayo, Fermín Orallo y Luciano Domínguez, vecinos de Bembibre. Además de las palabras generales sobre la cárcel de Astorga y Bembibre.

En esta segunda entrega concluimos recogiendo los casos de Laureano Cuervo, de Langre (municipio de Berlanga del Bierzo) y Vicente Blanco González, vecino de Villaseca de Laciana. Así como las condiciones sufridas por los detenidos en Villablino y otros hacinamientos en Astorga. Así como un alegato final en nombre de la justicia dirigido al presidente de la República.

 

“Caso de Laureano Cuervo

El día 19 de noviembre fue detenido y llevado a Bembibre (León) por la Guardia Civil Laureano Cuervo, de Langre, Ayuntamiento de Berlanga, provincia citada. Era hombre con una pierna de palo. El día 20 fue golpeado y pisoteado en, Bembibre por la Guardia Civil. Adoleció inmediatamente después de la paliza. Permaneció tumbado en el suelo devolviendo los alimentos y con alta fiebre, sin ser objeto de ninguna asistencia. El día 22, a las tres de la tarde, fue llevado a rastras a la estación y embarcado en un furgón de ganados con dirección a Astorga. Desde la estación de esta ciudad al cuartel-cárcel a que iba destinado se le llevó también a rastras. A las siete treinta de la tarde de dicho día ingresó en la celda número 3 con pulmonía traumática y en estado preagónico. Uno de los detenidos se dio cuenta de la gravedad de Laureano Cuervo y aporreó la puerta de la celda durante largo rato, hasta que consiguió que abriera un oficial de Prisiones. Le explicó el caso y éste mandó recado al cabo del botiquín. A la media hora se presentó el cabo, examinó al enfermo y dijo que no podía prestarle auxilio alguno sin autorización del médico. Se telefoneó a éste, llegó a los tres cuartos de hora, examinó al enfermo, que estertoreaba ya, preguntó antecedentes de la enfermedad y se le dijo que el doliente había sido brutalmente apaleado. Levantó las ropas de Laureano Cuervo y comprobó, delante de todos, la existencia de extensas lesiones en el tórax. Ordenó que viniera una camilla para trasladar al moribundo al Hospital y se fue. Media hora después llegó la camilla, cuando este preso hacía diez minutos que había expirado. Eran las nueve y cuarenta y cinco minutos de la noche.

Tengo entendido que el médico civil del cuartel-cárcel de Astorga ha certificado después la muerte natural del interfecto por congestión o infección pulmonar. Y, sin embargo, hay tres testigos del apalemiento, cuatro testigos de la conducción y diecisiete testigos de la muerte de Laureano Cuervo, los nombres de todos los cuales obran en mi poder.

(…)

Hacinamientos


Tengo algunos datos de los graves problemas de toda índole que la acumulación de presos ha creado en varias cárceles. Únicamente conozco bien, sin embargo, lo que ocurre en el cuartel-cárcel de Astorga. Aunque por ese motivo sólo voy a referir este caso, no ofrece para mí duda alguna que en otras muchas prisiones ocurre algo análogo. Así, por ejemplo, me consta que en Villablino (León) llegó a haber detenidos en una sola habitación durante veinte días consecutivos hasta ciento veinte hombres, que permanecían allí hacinados sin ninguna ventilación, muy escasa luz y un persistente olor insoportable, habiendo de echarse los recluidos en el santo suelo por mitades: la mitad de los presos tenían que estar de pie mientras la otra mitad estaban acostados, con un solo barreño para orinar todos, por lo cual el orín desbordaba constantemente, y obligados a curarse sus heridas, pues no salían del encierro para otra cosa, y eso por grupos y a horas fijas, que para defecar en derredor de la prisión.

Sobre el estado de la cárcel de Oviedo alguna luz arroja el caso de don Javier Bueno, referido en otro lugar de este escrito; y no hay que tener gran imaginación, por otra parte, para darse cuenta de lo difícil que es acomodar a dos mil presos en una cárcel hecha para tener un máximo de cuatrocientos. ¡Y si de las cárceles de menos importancia de las provincias de Asturias, León y Palencia se pudiera hablar con información exacta! Pero bastará referir cómo está la cárcel de Astorga para presentar un modelo. ”Un modelo de lo que no debe ser jamás una cárcel.” Hay en el cuartel-cárcel de Astorga dos clases de presos: los enceldados y los alojados en la llamada aglomeración. Los primeros están encerrados en pequeñas habitaciones; la proporción es de treinta hombres por cada veinte metros cuadrados. Naturalmente, no se pueden mover. Para dormir tienen que turnar o acostarse los unos con la cabeza sobre las piernas de los otros. Salen de la celda, pero no al exterior, dos veces al día; por la mañana, dos horas; por la tarde, una. Para donde salen durante ese tiempo es para la llamada aglomeración. Mientras están encerrados hacen sus necesidades en botes de conservas, que han de tener entre ellos hasta que se les abre la celda, a las siete de la mañana y a las seis de la tarde, por el tiempo ya dicho.

La aglomeración es el dormitorio de una compañía de tropa. Consta de tres naves, una central y dos laterales en ángulo recto con aquélla. A la nave central van a dar las puertas de las celdas. En la aglomeración están los presos privilegiados, porque siquiera pueden andar un poco y hacer sus necesidades en algo más a propósito que un bote de conservas. Al fondo de las naves laterales, hay un lavadero en una y un retrete en otra. En la aglomeración se alojan unos trescientos presos que la llenan por completo. Por eso, cuando se suelta a los enceldados, en ninguna de las tres naves de la aglomeración se puede dar un paso. Entre enceldados y aglomerados son unos cuatrocientos.

El lavadero de la aglomeración está perpetuamente anegado de un agua sucia en la que flotan residuos de comida. El retrete tiene cuatro agujeros para cuatrocientos hombres. Como muchos de ellos padecen disentería, durante horas enteras se forman largas colas de pacientes. El orín y las heces fecales se filtran por la pared y forman un reguero permanente, que se extiende por gran parte del suelo. Del recinto de las tres naves nadie puede salir. El conjunto está orientado al N.E. El sol no penetra allí jamás. La mayor parte de las ventanas están clavadas —ahora creo que han dispuesto que se desclaven— y la mayor parte de las restantes han de mantenerse cerradas para evitar posibles y dolorosas contingencias: un vecino de Villaseca de Laciana, padre de tres hijos, llamado Vicente Blanco González, a quien se le ocurrió asomarse a una ventana, murió del tiro de un centinela. No se puede allí leer ni escribir. Todos los días vagan los presos igual que sombras por aquellas naves lóbregas como cuevas, en medio de una fetidez horripilante. Por la noche se duerme en el suelo, amontonados a lo largo de las paredes, sobre un centímetro de paja sucia, que no se renueva nunca. Abundan los parásitos de todas clases. El agua es insuficiente; a veces falta hasta para beber. La consecuencia es que nadie puede lavarse más que dos días por semana. La alimentación consiste en esto: un cazo de agua caliente, o mejor tibia, con dudas y sospechas de café, leche y azúcar, a las ocho de la mañana; a una hora que varía entre doce y tres de la tarde, y a otra hora que oscila entre siete y diez de la noche, dan otro cazo de una de estas cosas: o arroz o garbanzos o alubias o patatas. Este guiso está a veces bien condimentado y es comestible; otras es francamente indeglutible. Dan, además, medio kilo de pan por barba y día. La gente se encuentra famélica y enferma del intestino. Están bajo la vigilancia de varios funcionarios de prisiones, que al principio trataban con humanidad a los presos. Se les veía sonrojados y angustiados, pero nada o casi nada podían hacer por ellos.

Para estudiar esta vergonzosa situación y ver el modo de ponerle remedio se han realizado diversas visitas oficiales, una de ellas incluso por el Director General de Prisiones. Nada se ha hecho aún. Hace unos quince días estuve yo allí y supe que se esperaba la llegada de algunos centenares más de presos procedentes de la cárcel de Burgos. Ya han llegado, sin que antes se paliara ninguna de las deficiencias existentes, y como es lógico la situación ha empeorado.
Donde antes había cuatrocientos hombres hay ahora próximamente el doble en las mismas condiciones. La paja no se ha renovado desde hace tres meses y está mezclada con restos de comidas, esputos, heces fecales y orines arrastrados por los pies de los hombres, fermentada y pútrida. Muchos presos no tienen paja en que acostarse, ni siquiera esa paja estercolaria, y carecen también de manta para abrigarse. El rancho ha empeorado y es ahora regularmente malo y escasísimo. A los enfermos y heridos no se les presta en realidad verdadera asistencia médica. La enfermería es una celda igual a las demás, con la misma paja y la misma hacinación y la misma miseria y suciedad. La alimentación de los enfermos es también igual a la de los sanos. Cuando, a fuerza de ruegos, se consigue que suministren un poco de leche condensada, es a los dos o tres días, y en otros dos o tres días no hay que pensar en una nueva remesa. No existe botiquín ni material alguno sanitario. Heridos y enfermos pasan cuatro y cinco días sin recibir ninguna asistencia. Al cabo de ese tiempo, suelen ser atendidos parvamente y a medias (un poco de yodo a los heridos, alguna purga a los enfermos) y ya están listos para otros cuatro o cinco días. Hasta los funcionarios de prisiones que, como he dicho, comenzaron por tratar benignamente a los presos, han cambiado. La aglomeración hubo de crear fatalmente problemas de organización, que no se han sabido resolver. Con los problemas no resueltos y el consiguiente exceso de trabajo, el carácter de dichos funcionarios se ha agriado. Dijérase que renuncian todos a establecer una organización seria y se ha encomendado la solución de las cuestiones al vergajo. Los funcionarios de aquella prisión andan ya, en efecto, vergajo en mano, como si este soez y vergonzoso instrumento fuera el signo de su autoridad y todos los días hay repugnantes escenas de golpes a los presos, propinados a diestro y siniestro, como si se tratara de animales en país sin Sociedad protectora de ellos. Y así pasan los días, y las semanas, y los meses...

La dignidad de la República exige que se ponga inmediato fin a estas infamias. A todos los presos sin excepción les debe el Estado democrático un trato noble. Más que a ninguna otra clase de ellos, se lo debe a quienes por no haber sido juzgados aún figuran en la categoría de supuestos delincuentes. El delito de estos detenidos, si existe, es un delito revolucionario. El mismo delito que estuvimos dispuestos a cometer, Excmo. Sr., todos nosotros, desde S. E. hasta el más modesto de los republicanos, contra un régimen que nos parecía abominable. No hurtábamos, ciertamente, nuestra responsabilidad legal entonces; nadie pide tampoco que se exima de la responsabilidad legal a los revolucionarios de ahora. Pero la responsabilidad legal y no otra y sin olvidar nunca nuestro pasado al enjuiciar el presente suyo. Alfonso Karr decía: “Los rojos son los blancos en marcha; los blancos son los rojos que han llegado.” Para aquel gran espíritu no había, pues, entre rojos y blancos más diferencia que las etapas en el camino: es rojo el que anda hacia la meta; es blanco el que ya la alcanzó. ¡Y qué pena da ver lo pronto que los blancos olvidan la época en que fueron rojos!

Palabras finales

Como estoy plenamente persuadido del noble espíritu piadoso de S. E., me doy exacta cuenta del agobio que sobre él he arrojado con la relación de tantas crueldades. Era un penosísimo deber ineludible. Por encima de todos los respetos está para mí la salud de la República. Con el silencio se quebranta; solamente la verdad puede defenderla. Es, un síntoma terrible este crecimiento del espíritu bárbaro dentro, de los organismos encargados de defender el orden público en España. Se impone cortar su avance con entera decisión. Si al Gobierno le detienen los temores que se exponen al oído en voz baja, infama con sus vacilaciones al Ejército y a las demás instituciones armadas de la República. Ninguna de ellas puede creer que se la ataca cuando se pide el castigo de las individualidades de su seno que delincan. La eliminación de los elementos maleados robustecerá en vez de debilitar a dichos organismos. Y, sobre todo, que si la República para vivir necesitase amparar el crimen sería preferible que desapareciera antes de subsistir con tamaño vilipendio. República es justicia o no es más que una palabra sin sentido. Al menos así lo entiende, Excmo. Sr., el autor de este informe.
Viva S. E. muchos años,
Madrid, 11 de enero de 1935.

F. Gordón Ordás. Ex-Ministro de la República. Diputado a Cortes

Excelentísimo Señor Presidente de la República”

 

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