Continuamos en “Nuestra Historia, El Bierzo y Laciana” abordando el golpe de Estado y la caída en manos fascistas de la comarca berciana en general, y la ciudad de Ponferrada en particular. Recientemente publicamos “La toma de Ponferrada en manos fascistas en … Mundo Obrero” en la que recuperamos los artículos del 7 y 8 de agosto de 1936 en los que el periódico Mundo Obrero (órgano de expresión del Partido Comunista de España) se hacía eco de estos sucesos en la capital berciana.
Hoy mostramos las ediciones del 7 y 8 de agosto de 1936 de su homólogo “El Socialista”, el periódico oficial del Partido Socialista Obrero Español, ambos con crónicas elaboradas a partir de las fuentes de Matilde de la Torre. Ambas las hemos transcrito de su original para que puedan ser leídas con más facilidad. Reportajes largos, pero realmente interesantes, que además nos dan una perspectiva un poco más amplia, no solo de la comarca berciana, sino de la provincia de León y la vecina Asturias. Además, en ella rectifican la información (ya citada en el reportaje de MO, de fuentes de El Socialista) de la muerte de Manuel Otero en la villa berciana, y si de su hermano José (ambos dirigentes mineros socialistas asturianos).
1) “El Socialista”, 7 de agosto de
1936
“ESPAÑA, EN PIE CONTRA
EL FASCISMO
Emocionantes relatos
sobre la insurrección en Oviedo, Avila y Córdoba
En Guadarrema, el
enemigo sigue abandonando sus posiciones
MATILDE DE LA TORRE
REFIERE PORMENORES DE LO OCURRIDO EN OVIEDO
El procedimiento que
discurrió Aranda para desembarazarse de la "columna de Acero",
formada por mineros de Sama y Mieres
En la plaza de
Ponferrada se repite la emboscada del cuartel de los guardias de Asalto de
Oviedo
Matilde de la Torre, a
la que debemos la información que iniciamos ayer y que hoy terminamos,
reflexiona sobre la victoria de los mineros de Sama sobre dos ciento ochenta
guardias civiles, y termina con estas palabras:
—Esa es Asturias. A
pesar de la acumulación de odios que determinó la represión de Octubre, los
mineros respetan la vida de los guardias civiles que se les entregan y cargan
con la responsabilidad de alimentar a sus familias. Es notable oír a los
guardias civiles presos interesarse por la suerte de sus familiares. Cuando se
les indica que están bajo la protección del pueblo, se tranquilizan. Alguno de
entre ellos ha podido decir, dirigiéndose a los mineros: «Sois mejores que
nosotros.» Y lo son, en efecto. Todavía necesitamos consignar una traición más
ruin que la encerrona del patio del cuartel de los guardias de Asalto. Pero
antes hay que apuntar un dato que no quisiera olvidar. Para Santander, el
movimiento ha supuesto un considerable trastorno. Todos los días sobran
cuarenta mil litros de leche. La mayor parte de ellos entran en Asturias por
Llanes, y hoy, en la cuenca minera, la leche abunda de un modo extraordinario.
Casi puede afirmarse que no hay nadie que beba agua. Los hijos de los guardias
civiles no son los que menos se benefician de esa abundancia. Esa es Asturias.
Seria, grave y, al propio tiempo que decidida a duchar hasta el fin, humana.
Pero esto habrá que referirlo más despacio.
La columna de Acero, mal armada, se
impone fácilmente.
—Ocupémonos ahora que
sabemos lo sucedido en Oviedo, ahora que conocemos la traición del coronel
Aranda, de la columna de Otero. Formada rapidísimamente con los hombres de
mayor espíritu de la cuenca minera, se percató de su misión. Todo foco rebelde
que le opusiese resistencia debía quedar reducido de un modo fulminante y
absoluto, sin la menor debilidad. Estas victorias necesitaban ser conseguidas
con dos docenas de fusiles; era todo el armamento de que podían disponer hasta
llegar a León, donde se les había asegurado por Aranda que serían equipados con
abundantísimo material de guerra. Para los mineros, que habían visto con sus
propios ojos cómo el coronel saludaba con el puño cerrado, la promesa de
recibir el armameto necesario no podía suscitar en ellos la menor desconfianza.
Una hora antes de que los cuarteles de Oviedo secundasen la insurrección y se
impusiesen a la población civil inerme por el terror, al que contribuían los
fascistas, abundantemente armados por Aranda, los mineros de Asturias se
lanzaron como una tromba, después de una requisa de camiones, carretera
adelante. Su paso por los pueblos de la provincia conmocionaba al vecindario y
disponía a los hombres para la resistencia. Sin disminuir la marcha, de los
camiones salían órdenes terminantes:
—¡A las armas,
camaradas!
—¡ Disponeos para la
lucha!
En tierras de León la
columna conoció algunas resistencias. Focos fascistas, donde la insurrección
había prendido débilmente, dando ocasión a los insurrectos locales a manifestarse
con entera libertad, atropellándolo todo y asustando a los vecinos con un
vocerío jactancioso y amenazador. La presencia de los mineros aplacaba todas
las jactancias y sometía a los gritadores. Visto y no visto. Unos cuantos
mozalbetes a la cárcel, y el pueblo quedaba en su paz habitual, con una guardia
de vecinos a quienes la columna de Acero devolvía, con el predominio, la moral.
Así hata León, la meta anhelada, donde cada uno de los mineros quedaría
equipado y en condiciones de dar el mayor rendimiento.
En
León no hay armas; pero sí órdenes.
La columna llegó a
León. Su jefe, Otero, no vaciló. Se puso en contacto con las autoridades
militares y les comunicó la razón de su viaje y la orden que tenía del coronel
Aranda para que se le facilitasen fusiles, ametralladoras y municiones. La
respuesta le intimidó.
—Conocemos esa orden;
pero no disponemos de armamento. El que poseemos nos es indispensable para
nuestras tropas. Si deseáis ayudarnos, podéis personaros en estos pueblos,
donde tenemos noticias de que han ocurrido desórdenes, y someterlos. Entre
tanto, nosotros nos ocuparemos de buscar el modo de proveeros de las armas que
necesitáis.
Otero recibió una lista
de pueblos donde la columna necesitaba actuar; pueblos lejanos entre sí y que
le obligaban, de pensar en atenderlos, a descoyuntar su fuerza, destruyendo su
eficacia. Discutió:
—Sin armas, es
imposible que hagamos con buen resultado el servicio que se nos pide. Dénsenos
las armas y someteremos a esos pueblos y a cuantos imiten su conducta.
—No las tenemos de
momento.
—Decidnos dónde podemos
encontrarlas, e iremos por ellas.
Otero y sus camaradas,
desconocedores de lo que en esos instantes estaba sucediendo en Oviedo, no
alcanzaban a sospechar que aquellas dilaciones y el proyecto de romper la unidad
de la columna, desperdigando a sus componentes por pueblos distintos,
respondían a unas órdenes concretas de Aranda, que, tras desposeer a los
mineros de su fuerza de choque más estimable, quitándose de encima un enemigo
temible, buscaba el exterminio de la columna y aleccionaba para esa empresa a
los sublevados de León, a quienes había contagiado su estrategia de traidor.
Otero, en parte, resistió a que sus fuerzas fuesen dispersadas sin armas. En
posesión de buen armamento, acaso hubiese aceptado la invitación; sin él, no se
decidía a distribuir sus hombres en grupos fáciles de batir. Ante su
resistencia, las autoridades militares, pretextando la necesidad de estudiar de
nuevo la posibilidad de facilitar las armas que se les pedían, volvieron a estudiar
el caso. ¿Pidieron instrucciones a Aranda? ¿Se aconsejaron por ellos mismos?
Todo lo que sabemos es que los militares comunicaron a Otero que se les deparaba
la posibilidad de armar a la columna.
—En Ponferrada—dicen
los militares—se os armará de fusiles. Aquí sólo os podemos proporcionar estos
pocos.
Y ofrecen tres docenas
de ellos. Ofrecidos y desaparecidos. Ahora parece que va en serio. El mando ordena:
—¡
A Ponferrada!
Lo que sucedió en la plaza de
Ponferrada.
Los
camiones, rebosantes de mineros, cargados de entusiasmo, se ponen en marcha
hacia Ponferrada. El viaje está animado por las canciones revolucionarias. Los
mineros cantan sin estruendo, con un acento grave que resulta impresionante.
Allá arriba, «La Internacional» tiene algo de himno religioso. Cuando se la oye
cantada por los mineros, algo dentro de nosotros se estremece profundamente:
acaso nuestra dormida emoción religiosa. El afán de las armas aceleraba la
marcha. Por fin, tras de no pocas dilaciones enojosas, la columna iba a quedar
en disposición de emplearse a fondo.
¡Ponferrada!
La
columna era esperada. Recibió orden de avanzar hasta la plaza del pueblo, donde
se haría el reparto de armas. Los mineros desmontaron de los camiones y fueron
invadiendo la plaza.
¿Conoce
—me pregunta Matilde de la Torre—la plazona de Ponferrada ? Grandona, vieja, es
una de esas plazas impresionantes que caracterizan a bastantes pueblos
españoles. En ella se agolparon nuestros hombres, esperando el momento de
recibir las armas. No tuvieron lugar a impacientarse. Cuando estuvieron
reunidos, de todos los huecos de la plaza se inició un terrible fuego de
fusilería sobre la masa compacta de mineros. Al estruendo de los disparos se
inició un griterío ensordecedor:
—¡
Traición ! ¡Traición!
Y
voces reclamando a los amigos:
—¡
Antonio! ¡Luis! ¡Juan!
En
oleada, los mineros buscaron las salidas de la plaza, seguidos de las descargas
de fusilería. Asaltaron los camiones y rugieron los motores. Muchos camaradas
se oprimían sus heridas, buscando parar la hemorragia. En el primer instante
cada uno cuidaba de sí mismo. Fuera de la zona de fuego, los indemnes se
ocuparon de los heridos. Los vendaban con los pañuelos y cuidaban de evitarles
los golpetazos de la marcha. Faltaban bastantes. Entre heridos y muertos, la columna
podía considerarse diezmada. Entre sus pérdidas se contaba la del jefe, Manuel
Otero. Debió quedar—dice Matilde, bajando la voz— entre los muertos de la
plaza. No tenemos detalles. Quedó muerto con otros varios. ¡Terrible pérdida!
¡No escapará! ¡No escapará!
El
viaje de regreso a la cuenca minera fué más corto que el de ida. La rabia
aceleraba los motores. Un odio represado daba lumbre a todos los ojos. Al
reintegrarse a la cuenca minera conocieron todo lo ocurrido. Supieron de la
orden de regresar que les había sido interceptada. Del cerco de Oviedo que se
estaba iniciando. De las armas del «Turquesa», que habían vuelto a ser
desenterradas. De la traición de Aranda. Hospitalizados los heridos, el resto
de la columna se rehizo, apretándose más. Sigue siendo la columna de Manuel
Otero, y la tiene frente a sí, como un cinturón de hierro que cada día le
oprime más, quien los estibó en la plaza de Ponferrada, pensando librarse de
ellos: Aranda. Todo cuanto he oído a estos hombres, de palabras medidas, es
esto:
¡No
escapará! ¡No escapará!
Bien
se ve que no escapará. Ni aun cuando se le diese la posibilidad de blindar
Oviedo, escapará el coronel Aranda, que, por el tipo de su traición, ha venido
a concentrar en él todo el odio que la represión y las emboscadas del patio de
Santa Clara y la plaza de Ponferrada han determinado en Asturias. Sólo en su
pistola puede encontrar Aranda la evasión que le libre de ser un prisionero de
los mineros. Ni su artillería, ni sus ametralladoras, ni sus fusiles, ninguna
de sus máquinas de guerra, puede cambiar su destino. Dentro de la capital no es
otra cosa que un prisionero de guerra, a quien la muerte le embroma de una
manera siniestra minuto a minuto, doblándole a medida que le nacen las
esperanzas de salvación. Los aviones que le sobresaltan, dejan a los sitiadores
nuevos elementos de: presión.
La
cuenta del coronel Aranda no, tardará en quedar saldada, por lo menos hasta
donde cuentas de esa naturaleza admiten la contrapartida. Los supervivientes de
la emboscada de Ponferrada lo 'afirman con: ceño que no consiente duda:
—¡No
escapará !
El comienzo de la insurrección en
Gijón.
-—No
conviene que seamos indiscretos — nos reconviene nuestra compañera —; en tanto
la lucha no quede terminada, importa mucho no incurrir en indiscreciones
peligrosas. Casi preferiría no decirle nada de Gijón. Estamos trabajando allí,
y conviene que nos reservemos las noticias para cuando nuestro trabajo haya
acabado con la victoria que esperamos. Supliremos la noticia de hoy con la de ayer.
Bien mirado, nadie ha referido cómo se produjo la insurrección de Gijón. En
este puerto no se supo nada de lo que sucedía en Oviedo. Los cafés, los bares,
los paseos estaban en plena normalidad. Gijón, julio: formidable estación
veraniega. Ni la sombra de una inquietud, cuando unos estampidos sospechosos
alteraron la fisonomía del pueblo.
—La
tropa de Simancas sube disparando por el por el paseo.
La
noticia circuló rápidamente por todas partes. Terrazas, bares, paseos |
quedaron vacíos. Los sublevados de Simancas podían avanzar sin disparar ni un
solo tiro. El pueblo había buscado refugio en sus domicilios. Eso parecía. La
apariencia se desvaneció rápidamente. Todas las calles populares volvieron a
nutrirse de gentes. Eran ríos humanos, armados de la manera más absurda :
escopetas de caza, pistolas, algunos fusiles... Y -la gente así armada hizo
frente a las tropas de Simancas, sin olvidarse del cuartel de ingenieros al que
puso sitio. Los rebeldes se sorprendieron: de aquella resistencia. No la esperaban.
Retrocedieron. El pueblo presionó más, y los soldados buscaron la protección
del cuartel, donde se hicieron fuertes. No se podía pensar en asaltarlo. Es una
fortaleza terrible, con inmejorables condiciones de defensa. Bien estaba el
asedio, que todavía continúa.
Los
ingenieros, menos seguros de, sí mismos, se decidieron a parlamentar. Izaron
bandera blanca, y se les envió unos emisarios, a los que participaron que
estaban resueltos a no secundar la sublevación, pero también decididos a no
hacer causa común con el pueblo.
—Nos
mantendremos — dijeron — absolutamente neutrales.
-Siendo
así — les replicaron —, entregadnos las armas, como prenda de vuestras
promesas.
Se
negaron.
—En
tal caso, mantendremos el asedio, porque la promesa de neutralidad no es suficiente.
Dos
días después, el cuartel de Ingenieros se subleva y el asedio queda
justificado. Gracias a él los sublevados están confinados. De entonces acá, los
ingenieros han izado varias veces bandera blanca, esperando conseguir con
diplomacia lo que no pueden obtener con las armas. Su bandera blanca está ya
descalificada en Gijón. Es un trapo con el que pretenden embaucar a los
sitiadores, que han aprendido lo bastante para no dejarse engañar.
***
Esta
es la referencia que nos ha hecho Matilde de la Torre, con la que enviamos a
los camaradas de Asturias el abrazo cordial a que tienen derecho.”
2)
“El
Socialista”, 8 de agosto de 1936
“UNA
CARTA DE MATILDE DE LA TORRE
En
Ponferrada no murió Manuel, sino su hermano José Otero
Testimonios
fidedignos que demuestran la decepción de los que facilitaron dinero para la
insurrección
Fe
de erratas. —Una sola, querido Zuga. Pero gorda: la muerte en Ponferrada del
camarada Manuel Otero. Errata muy disculpable porqué en nuestra conversación se
citaron muchas veces los nombres de los dos hermanos : Manuel y José Otero.
Ambos valientes hasta el renunciamiento; ambos inteligentes y disciplinados;
ambos adornados de grandes dotés de mando.
En
Ponferrada murió uno de los dos. Pero no fué Manuel, sino José. A Manuél acabo de
verlo hace tres días en Sama, en comisión de mensaje. Corrió a saludarme con la
cariñosa efusión de siempre. No nombró siquiéra a su hermano muerto. El luto
por aquel asesinato lo lleva en el fulgor de los ojos, en la sonrisa un poco
dura, un poco sarcástica, cuya expresión habrá de saber en su día el traidor
asesino.
Portaba
Manuel su fusil aún con más arrogancia que en Octubre. Es que ahora lucha por
el ideal completo: el político y el social. Su palabra, escueta y férrea, no se
perdió en lamentaciones. Ya sabe é que en la guerra se pierden los hermanos y
los amigos, y todo se da con alegre sa-crificio por el triunfo. Así, Manuel Otero; así, tantos otros...
Cuando
yo me alejé de Sama, ya Manuel había salido para el frente, donde su columna
está adscrita, por el nombre y la afinidad, al acero de los cañones. Allí
lucha, allí cubre el portillo por donde pretende escapar o recibir refuerzos el
iluso de adentro.
No,
felizmente. Manuel Otero se salvó de la matanza de Ponferrada. Bastante
desgracia fué que pereciese su hermano José, bravo muchacho, que rivalizaba con
Manuel en valor y las dotes de mando y el poder de sugestión heroica que Manuel
ejerce sobre las huestes mineras.
***
Y
ya que, por haberme quedado unas horas más en Madrid, he podido rectificar a
tiempo la errata, muy disculpable, de la información der EL SOCIALISTA, no
quiero dejar de referir a algo muy significativo que sucede entre las clases
del gran comercio y la industria fascistas de la provincia de Santander.
No
se trata de imaginaciones, sino de documentos escritos y, conversaciones ante
testigos múltiples. En caso necesario, citaría nombres, aunque acaso, con la
cita, desviásemos algo esta corriente benéfica del desengaño fascista.
Una
de estas cartas (corroborada más tarde verbalmente) dice lo siguiente, fechada
en Torrelavega y dirigida a una casa comercial asturiana:
«..
Pero de haber sabido lo que se avecinaba, de ninguna manera nos hubiéramos
metido en la aventura, pues estamos indignados antéelas proporciones que
alcanzan los acontecimientos. No negamos nosotros, como no pueden negar
ustedes, que tuvimos simpatías por la causa; pero, al ayudarla, creímos que se
trataba de lo que nos dijeron: de «un golpe». Si nos hubieran dicho que se
trataba de una semana de perjuicios, hubiéramos aguantado; pero esto lleva mala
traza y no vemos la salida más que catastrófica. De todas maneras, porque se
nos pide dinero, que no estamos dispuestos a dar, para aventuras militares,
pues se nos dijo que era para la: pacificación del país. Llevamos quince días
de guerra, y ya la miseria se nos entra por las puertas, y esto no era lo
hablado. Aquí ya se trata por algunos elementos conservadores de formar una
Liga de protesta contra esta, guerra, pero se desconfía de que el Gobierno de
Madrid la admita... En fin, que, para equivocación, ya es bastante, como
ustedes van viendo...».
Esta
carta, perfectamente auténtica, corroborada, como dije más arriba, por
conversaciones públicas, demuestra cómo los desengaños de la realidad van
desmoronando el ánimo del comercio y de la burguesía fascistizante.
No
hablaban así, ciertamente, los firmantes de esa carta hace tres semanas. Los
acontecimientos les han abierto los «ojos comerciales». Han acabado por saber
qué suerte de «pacificación nacional» buscaban los sublevados.
Matilde
DE LA TORRE”
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