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Nuestra historia, a modo de presentación

jueves, 22 de agosto de 2024

La toma de Ponferrada en manos fascistas en … El Socialista

Continuamos en “Nuestra Historia, El Bierzo y Laciana” abordando el golpe de Estado y la caída en manos fascistas de la comarca berciana en general, y la ciudad de Ponferrada en particular. Recientemente publicamos “La toma de Ponferrada en manos fascistas en … Mundo Obrero” en la que recuperamos los artículos del 7 y 8 de agosto de 1936 en los que el periódico Mundo Obrero (órgano de expresión del Partido Comunista de España) se hacía eco de estos sucesos en la capital berciana.

Hoy mostramos las ediciones del 7 y 8 de agosto de 1936 de su homólogo “El Socialista”, el periódico oficial del Partido Socialista Obrero Español, ambos con crónicas elaboradas a partir de las fuentes de Matilde de la Torre. Ambas las hemos transcrito de su original para que puedan ser leídas con más facilidad. Reportajes largos, pero realmente interesantes, que además nos dan una perspectiva un poco más amplia, no solo de la comarca berciana, sino de la provincia de León y la vecina Asturias. Además, en ella rectifican la información (ya citada en el reportaje de MO, de fuentes de El Socialista) de la muerte de Manuel Otero en la villa berciana, y si de su hermano José (ambos dirigentes mineros socialistas asturianos).

 

1)     “El Socialista”, 7 de agosto de 1936

“ESPAÑA, EN PIE CONTRA EL FASCISMO

Emocionantes relatos sobre la insurrección en Oviedo, Avila y Córdoba

En Guadarrema, el enemigo sigue abandonando sus posiciones

MATILDE DE LA TORRE REFIERE PORMENORES DE LO OCURRIDO EN OVIEDO

El procedimiento que discurrió Aranda para desembarazarse de la "columna de Acero", formada por mineros de Sama y Mieres

En la plaza de Ponferrada se repite la emboscada del cuartel de los guardias de Asalto de Oviedo

Matilde de la Torre, a la que debemos la información que iniciamos ayer y que hoy terminamos, reflexiona sobre la victoria de los mineros de Sama sobre dos ciento ochenta guardias civiles, y termina con estas palabras:

—Esa es Asturias. A pesar de la acumulación de odios que determinó la represión de Octubre, los mineros respetan la vida de los guardias civiles que se les entregan y cargan con la responsabilidad de alimentar a sus familias. Es notable oír a los guardias civiles presos interesarse por la suerte de sus familiares. Cuando se les indica que están bajo la protección del pueblo, se tranquilizan. Alguno de entre ellos ha podido decir, dirigiéndose a los mineros: «Sois mejores que nosotros.» Y lo son, en efecto. Todavía necesitamos consignar una traición más ruin que la encerrona del patio del cuartel de los guardias de Asalto. Pero antes hay que apuntar un dato que no quisiera olvidar. Para Santander, el movimiento ha supuesto un considerable trastorno. Todos los días sobran cuarenta mil litros de leche. La mayor parte de ellos entran en Asturias por Llanes, y hoy, en la cuenca minera, la leche abunda de un modo extraordinario. Casi puede afirmarse que no hay nadie que beba agua. Los hijos de los guardias civiles no son los que menos se benefician de esa abundancia. Esa es Asturias. Seria, grave y, al propio tiempo que decidida a duchar hasta el fin, humana. Pero esto habrá que referirlo más despacio.

La columna de Acero, mal armada, se impone fácilmente.

—Ocupémonos ahora que sabemos lo sucedido en Oviedo, ahora que conocemos la traición del coronel Aranda, de la columna de Otero. Formada rapidísimamente con los hombres de mayor espíritu de la cuenca minera, se percató de su misión. Todo foco rebelde que le opusiese resistencia debía quedar reducido de un modo fulminante y absoluto, sin la menor debilidad. Estas victorias necesitaban ser conseguidas con dos docenas de fusiles; era todo el armamento de que podían disponer hasta llegar a León, donde se les había asegurado por Aranda que serían equipados con abundantísimo material de guerra. Para los mineros, que habían visto con sus propios ojos cómo el coronel saludaba con el puño cerrado, la promesa de recibir el armameto necesario no podía suscitar en ellos la menor desconfianza. Una hora antes de que los cuarteles de Oviedo secundasen la insurrección y se impusiesen a la población civil inerme por el terror, al que contribuían los fascistas, abundantemente armados por Aranda, los mineros de Asturias se lanzaron como una tromba, después de una requisa de camiones, carretera adelante. Su paso por los pueblos de la provincia conmocionaba al vecindario y disponía a los hombres para la resistencia. Sin disminuir la marcha, de los camiones salían órdenes terminantes:

—¡A las armas, camaradas!

—¡ Disponeos para la lucha!

En tierras de León la columna conoció algunas resistencias. Focos fascistas, donde la insurrección había prendido débilmente, dando ocasión a los insurrectos locales a manifestarse con entera libertad, atropellándolo todo y asustando a los vecinos con un vocerío jactancioso y amenazador. La presencia de los mineros aplacaba todas las jactancias y sometía a los gritadores. Visto y no visto. Unos cuantos mozalbetes a la cárcel, y el pueblo quedaba en su paz habitual, con una guardia de vecinos a quienes la columna de Acero devolvía, con el predominio, la moral. Así hata León, la meta anhelada, donde cada uno de los mineros quedaría equipado y en condiciones de dar el mayor rendimiento.

En León no hay armas; pero sí órdenes.

La columna llegó a León. Su jefe, Otero, no vaciló. Se puso en contacto con las autoridades militares y les comunicó la razón de su viaje y la orden que tenía del coronel Aranda para que se le facilitasen fusiles, ametralladoras y municiones. La respuesta le intimidó.

—Conocemos esa orden; pero no disponemos de armamento. El que poseemos nos es indispensable para nuestras tropas. Si deseáis ayudarnos, podéis personaros en estos pueblos, donde tenemos noticias de que han ocurrido desórdenes, y someterlos. Entre tanto, nosotros nos ocuparemos de buscar el modo de proveeros de las armas que necesitáis.

Otero recibió una lista de pueblos donde la columna necesitaba actuar; pueblos lejanos entre sí y que le obligaban, de pensar en atenderlos, a descoyuntar su fuerza, destruyendo su eficacia. Discutió:

—Sin armas, es imposible que hagamos con buen resultado el servicio que se nos pide. Dénsenos las armas y someteremos a esos pueblos y a cuantos imiten su conducta.

—No las tenemos de momento.

—Decidnos dónde podemos encontrarlas, e iremos por ellas.

Otero y sus camaradas, desconocedores de lo que en esos instantes estaba sucediendo en Oviedo, no alcanzaban a sospechar que aquellas dilaciones y el proyecto de romper la unidad de la columna, desperdigando a sus componentes por pueblos distintos, respondían a unas órdenes concretas de Aranda, que, tras desposeer a los mineros de su fuerza de choque más estimable, quitándose de encima un enemigo temible, buscaba el exterminio de la columna y aleccionaba para esa empresa a los sublevados de León, a quienes había contagiado su estrategia de traidor. Otero, en parte, resistió a que sus fuerzas fuesen dispersadas sin armas. En posesión de buen armamento, acaso hubiese aceptado la invitación; sin él, no se decidía a distribuir sus hombres en grupos fáciles de batir. Ante su resistencia, las autoridades militares, pretextando la necesidad de estudiar de nuevo la posibilidad de facilitar las armas que se les pedían, volvieron a estudiar el caso. ¿Pidieron instrucciones a Aranda? ¿Se aconsejaron por ellos mismos? Todo lo que sabemos es que los militares comunicaron a Otero que se les deparaba la posibilidad de armar a la columna.

—En Ponferrada—dicen los militares—se os armará de fusiles. Aquí sólo os podemos proporcionar estos pocos.

Y ofrecen tres docenas de ellos. Ofrecidos y desaparecidos. Ahora parece que va en serio. El mando ordena:

—¡ A Ponferrada!     

Lo que sucedió en la plaza de Ponferrada.

Los camiones, rebosantes de mineros, cargados de entusiasmo, se ponen en marcha hacia Ponferrada. El viaje está animado por las canciones revolucionarias. Los mineros cantan sin estruendo, con un acento grave que resulta impresionante. Allá arriba, «La Internacional» tiene algo de himno religioso. Cuando se la oye cantada por los mineros, algo dentro de nosotros se estremece profundamente: acaso nuestra dormida emoción religiosa. El afán de las armas aceleraba la marcha. Por fin, tras de no pocas dilaciones enojosas, la columna iba a quedar en disposición de emplearse a fondo.

¡Ponferrada!

La columna era esperada. Recibió orden de avanzar hasta la plaza del pueblo, donde se haría el reparto de armas. Los mineros desmontaron de los camiones y fueron invadiendo la plaza.

¿Conoce —me pregunta Matilde de la Torre—la plazona de Ponferrada ? Grandona, vieja, es una de esas plazas impresionantes que caracterizan a bastantes pueblos españoles. En ella se agolparon nuestros hombres, esperando el momento de recibir las armas. No tuvieron lugar a impacientarse. Cuando estuvieron reunidos, de todos los huecos de la plaza se inició un terrible fuego de fusilería sobre la masa compacta de mineros. Al estruendo de los disparos se inició un griterío ensordecedor:

—¡ Traición ! ¡Traición!

Y voces reclamando a los amigos:

—¡ Antonio! ¡Luis! ¡Juan!

En oleada, los mineros buscaron las salidas de la plaza, seguidos de las descargas de fusilería. Asaltaron los camiones y rugieron los motores. Muchos camaradas se oprimían sus heridas, buscando parar la hemorragia. En el primer instante cada uno cuidaba de sí mismo. Fuera de la zona de fuego, los indemnes se ocuparon de los heridos. Los vendaban con los pañuelos y cuidaban de evitarles los golpetazos de la marcha. Faltaban bastantes. Entre heridos y muertos, la columna podía considerarse diezmada. Entre sus pérdidas se contaba la del jefe, Manuel Otero. Debió quedar—dice Matilde, bajando la voz— entre los muertos de la plaza. No tenemos detalles. Quedó muerto con otros varios. ¡Terrible pérdida!

¡No escapará! ¡No escapará!

El viaje de regreso a la cuenca minera fué más corto que el de ida. La rabia aceleraba los motores. Un odio represado daba lumbre a todos los ojos. Al reintegrarse a la cuenca minera conocieron todo lo ocurrido. Supieron de la orden de regresar que les había sido interceptada. Del cerco de Oviedo que se estaba iniciando. De las armas del «Turquesa», que habían vuelto a ser desenterradas. De la traición de Aranda. Hospitalizados los heridos, el resto de la columna se rehizo, apretándose más. Sigue siendo la columna de Manuel Otero, y la tiene frente a sí, como un cinturón de hierro que cada día le oprime más, quien los estibó en la plaza de Ponferrada, pensando librarse de ellos: Aranda. Todo cuanto he oído a estos hombres, de palabras medidas, es esto:

¡No escapará! ¡No escapará!

Bien se ve que no escapará. Ni aun cuando se le diese la posibilidad de blindar Oviedo, escapará el coronel Aranda, que, por el tipo de su traición, ha venido a concentrar en él todo el odio que la represión y las emboscadas del patio de Santa Clara y la plaza de Ponferrada han determinado en Asturias. Sólo en su pistola puede encontrar Aranda la evasión que le libre de ser un prisionero de los mineros. Ni su artillería, ni sus ametralladoras, ni sus fusiles, ninguna de sus máquinas de guerra, puede cambiar su destino. Dentro de la capital no es otra cosa que un prisionero de guerra, a quien la muerte le embroma de una manera siniestra minuto a minuto, doblándole a medida que le nacen las esperanzas de salvación. Los aviones que le sobresaltan, dejan a los sitiadores nuevos elementos de: presión.

La cuenta del coronel Aranda no, tardará en quedar saldada, por lo menos hasta donde cuentas de esa naturaleza admiten la contrapartida. Los supervivientes de la emboscada de Ponferrada lo 'afirman con: ceño que no consiente duda:

—¡No escapará !

El comienzo de la insurrección en Gijón.

-—No conviene que seamos indiscretos — nos reconviene nuestra compañera —; en tanto la lucha no quede terminada, importa mucho no incurrir en indiscreciones peligrosas. Casi preferiría no decirle nada de Gijón. Estamos trabajando allí, y conviene que nos reservemos las noticias para cuando nuestro trabajo haya acabado con la victoria que esperamos. Supliremos la noticia de hoy con la de ayer. Bien mirado, nadie ha referido cómo se produjo la insurrección de Gijón. En este puerto no se supo nada de lo que sucedía en Oviedo. Los cafés, los bares, los paseos estaban en plena normalidad. Gijón, julio: formidable estación veraniega. Ni la sombra de una inquietud, cuando unos estampidos sospechosos alteraron la fisonomía del pueblo. 

—La tropa de Simancas sube disparando por el por el paseo.

La noticia circuló rápidamente por todas partes. Terrazas, bares, paseos | quedaron vacíos. Los sublevados de Simancas podían avanzar sin disparar ni un solo tiro. El pueblo había buscado refugio en sus domicilios. Eso parecía. La apariencia se desvaneció rápidamente. Todas las calles populares volvieron a nutrirse de gentes. Eran ríos humanos, armados de la manera más absurda : escopetas de caza, pistolas, algunos fusiles... Y -la gente así armada hizo frente a las tropas de Simancas, sin olvidarse del cuartel de ingenieros al que puso sitio. Los rebeldes se sorprendieron: de aquella resistencia. No la esperaban. Retrocedieron. El pueblo presionó más, y los soldados buscaron la protección del cuartel, donde se hicieron fuertes. No se podía pensar en asaltarlo. Es una fortaleza terrible, con inmejorables condiciones de defensa. Bien estaba el asedio, que todavía continúa.

Los ingenieros, menos seguros de, sí mismos, se decidieron a parlamentar. Izaron bandera blanca, y se les envió unos emisarios, a los que participaron que estaban resueltos a no secundar la sublevación, pero también decididos a no hacer causa común con el pueblo.

—Nos mantendremos — dijeron — absolutamente neutrales.

-Siendo así — les replicaron —, entregadnos las armas, como prenda de vuestras promesas.

Se negaron.

—En tal caso, mantendremos el asedio, porque la promesa de neutralidad no es suficiente.

Dos días después, el cuartel de Ingenieros se subleva y el asedio queda justificado. Gracias a él los sublevados están confinados. De entonces acá, los ingenieros han izado varias veces bandera blanca, esperando conseguir con diplomacia lo que no pueden obtener con las armas. Su bandera blanca está ya descalificada en Gijón. Es un trapo con el que pretenden embaucar a los sitiadores, que han aprendido lo bastante para no dejarse engañar.

***

Esta es la referencia que nos ha hecho Matilde de la Torre, con la que enviamos a los camaradas de Asturias el abrazo cordial a que tienen derecho.”

 

2)     “El Socialista”, 8 de agosto de 1936

“UNA CARTA DE MATILDE DE LA TORRE

En Ponferrada no murió Manuel, sino su hermano José Otero

Testimonios fidedignos que demuestran la decepción de los que facilitaron dinero para la insurrección

Fe de erratas. —Una sola, querido Zuga. Pero gorda: la muerte en Ponferrada del camarada Manuel Otero. Errata muy disculpable porqué en nuestra conversación se citaron muchas veces los nombres de los dos hermanos : Manuel y José Otero. Ambos valientes hasta el renunciamiento; ambos inteligentes y disciplinados; ambos adornados de grandes dotés de mando.

En Ponferrada murió uno de los dos. Pero no fué Manuel, sino José. A Manuél acabo de verlo hace tres días en Sama, en comisión de mensaje. Corrió a saludarme con la cariñosa efusión de siempre. No nombró siquiéra a su hermano muerto. El luto por aquel asesinato lo lleva en el fulgor de los ojos, en la sonrisa un poco dura, un poco sarcástica, cuya expresión habrá de saber en su día el traidor asesino.

Portaba Manuel su fusil aún con más arrogancia que en Octubre. Es que ahora lucha por el ideal completo: el político y el social. Su palabra, escueta y férrea, no se perdió en lamentaciones. Ya sabe é que en la guerra se pierden los hermanos y los amigos, y todo se da con alegre sa-crificio por el triunfo.  Así, Manuel Otero; así, tantos otros...

Cuando yo me alejé de Sama, ya Manuel había salido para el frente, donde su columna está adscrita, por el nombre y la afinidad, al acero de los cañones. Allí lucha, allí cubre el portillo por donde pretende escapar o recibir refuerzos el iluso de adentro.

No, felizmente. Manuel Otero se salvó de la matanza de Ponferrada. Bastante desgracia fué que pereciese su hermano José, bravo muchacho, que rivalizaba con Manuel en valor y las dotes de mando y el poder de sugestión heroica que Manuel ejerce sobre las huestes mineras.

***

Y ya que, por haberme quedado unas horas más en Madrid, he podido rectificar a tiempo la errata, muy disculpable, de la información der EL SOCIALISTA, no quiero dejar de referir a algo muy significativo que sucede entre las clases del gran comercio y la industria fascistas de la provincia de Santander.

No se trata de imaginaciones, sino de documentos escritos y, conversaciones ante testigos múltiples. En caso necesario, citaría nombres, aunque acaso, con la cita, desviásemos algo esta corriente benéfica del desengaño fascista.

Una de estas cartas (corroborada más tarde verbalmente) dice lo siguiente, fechada en Torrelavega y dirigida a una casa comercial asturiana:

«.. Pero de haber sabido lo que se avecinaba, de ninguna manera nos hubiéramos metido en la aventura, pues estamos indignados antéelas proporciones que alcanzan los acontecimientos. No negamos nosotros, como no pueden negar ustedes, que tuvimos simpatías por la causa; pero, al ayudarla, creímos que se trataba de lo que nos dijeron: de «un golpe». Si nos hubieran dicho que se trataba de una semana de perjuicios, hubiéramos aguantado; pero esto lleva mala traza y no vemos la salida más que catastrófica. De todas maneras, porque se nos pide dinero, que no estamos dispuestos a dar, para aventuras militares, pues se nos dijo que era para la: pacificación del país. Llevamos quince días de guerra, y ya la miseria se nos entra por las puertas, y esto no era lo hablado. Aquí ya se trata por algunos elementos conservadores de formar una Liga de protesta contra esta, guerra, pero se desconfía de que el Gobierno de Madrid la admita... En fin, que, para equivocación, ya es bastante, como ustedes van viendo...».

Esta carta, perfectamente auténtica, corroborada, como dije más arriba, por conversaciones públicas, demuestra cómo los desengaños de la realidad van desmoronando el ánimo del comercio y de la burguesía fascistizante.

No hablaban así, ciertamente, los firmantes de esa carta hace tres semanas. Los acontecimientos les han abierto los «ojos comerciales». Han acabado por saber qué suerte de «pacificación nacional» buscaban los sublevados.

Matilde DE LA TORRE”

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