La Laciana y El Bierzo del siglo XX se construyó sobre la base de una
inmigración que llegó desde distintos puntos de España, pero también de otros
lares del mundo. Este relato, documentado y basado en hechos reales, pero
ficcionado, trata de contribuir a la memoria de una de las comunidades más
importantes que contribuyeron a la creación de riqueza económica y cultural de
nuestras comarcas, la procedente de Cabo Verde.
…
Cuando sodade se dice morriña
3483 km,
separan Praia,
capital de Cavo Verde, de Bembibre, capital del Bierzo Alto. 833 km Bembibre de
Torrevieja. 8700 días separaron un viaje de otro. Del nivel del mar a 644 metros
sobre el nivel del mar. De la plaza del pozo a 220 m bajo el suelo. De la mina
al malecón.
Muchos números. Números. Al fin y al cabo siempre nos
han tratado así, pero nunca nos hemos sentido así. Números que reflejan
cambios. Cambios que reverberan una vida. Una vida en constante cambio. Del
negro del carbón y la mina, al blanco de la arena de una playa levantina. Un
océano de distancia, un mar de emociones. Una montaña de ilusiones, una meseta de
sensaciones, una mina de esperanza.
Entre el
boom del carbón y su ocaso, entre la crisis del petróleo y la del ladrillo. Me
trajeron las empresas, me llevó la necesidad. La
minera en los 70, para lucrarse de nuestros jóvenes y fuertes músculos. La
inmobiliaria a comienzos de los 2000, para hacer lo mismo con nuestras jóvenes
y fuertes pensiones.
Me impulsó la juventud, me movió la enfermedad. A la
montaña me trajeron por mis pulmones de submarinista, a la playa por los
pulmones de trabajador subterráneo. Playa o montaña. Siempre viajero. Pocas
veces turista.
El español en Cabo Verde, el
caboverdiano en El Bierzo, el negro en Torrevieja. Minero en todos.
Cuando Eliseo Monteiro Dos santos llegó a
Bembibre la única mina que había visto era la de sal de Pedra
de Lume, en la isla con el nombre del blanco mineral. Nada que ver, ni en
superficie, ni en el color, pero le permitió ganarse el salario durante
aquellos 20 años que estuvo arrancando el negro mineral.
Eliseo había estado trabajando
cómo estibador en Rotterdam, cuando se quedó sin trabajo, en Portugal escuchó
que se buscaban mineros en España, y allí se lanzó. Del mar al puerto y del
puerto a la mina.
La vida se elevaba mientras más descendía en aquel agujero.
Tanto le gustó que a su primera hija la llamó Mariángela, para recordarle cada
día de donde salía todo lo que tenía. Del interior de la tierra su sustento,
del interior de su corazón el amor que lo movía por su familia.
El
sueldo de mineros hacía un recorrido inverso al que hicieron ellos, de la
península al archipiélago. “Alimentó a nuestros padres y a nuestros hijos”,
reconocía con orgullo indisimulado cada vez que podía.
Los
primeros días en el tajo no fueron fáciles. Los nervios del novato le hacían
moverse de forma pesada. Pensaba que tenía que demostrar más que los demás. El
miedo a errar. Las dificultades del idioma. Aunque Eliseo irónicamente decía
que “piamos
rápido”, hubo malos entendidos, que por suerte, terminaron en buenos ratos de
comedia, pero bien pudieron serlo de tragedia. Pronto unió su vocabulario,
mezcla de criollo y portugués, al castellano y al idioma de la mina. Se
enriqueció con palabras como pega, barreno, libramiento y capa, por supuesto
con más de un cagamento. Eliseo y sus compatriotas, pronto pasaron de
emigrantes a compañeros y de caboverdianos a cabobercianos.
Mientras picaba tarareaba los versos
de Cesária Évora, la reina de la morna.
Horadando la tierra Eliseo soñaba con hacer una galería que atravesase el Atlántico
y llegase a su anhelado archipiélago.
“Se vou escrever muito a escrever
Se vou esquecer muito a esquecer
Até dia que vou voltar
Sodade, sodade
Sodade dessa minha terra (…)”
“En la
mina todos somos negros”, le dijo Toño. Una cariñosa forma de expresar que
mientras estuviesen trabajando, y no sólo allí dentro, unos dependían de otros
y debían ayudarse. El peligro estaba en el derrumbe y el escape de grisú, en la
oficina y en el Ministerio, no en el que tenía la cara oscura antes de tiznarla
de carbón.
A España primero llegaron los
hombres. Después, en Madrid se fueron instalando muchas compatriotas que entraron
a trabajar cómo empleadas del hogar. Así empezaron los viajes a la capital
muchos fines de semana. “Por la semana picábamos al lado de Torre (del Bierzo),
el fin de semana al lado de Torrespaña”, decía jocosamente a sus compañeros. Y
en esos viajes, surgió el amor, y de ese amor, un nuevo hogar. Conoció a Bianca,
y ella una nueva emigración. De la capital de España, a la capital de El Bierzo
Alto.
Un viaje que fue el de cientos de
matrimonios. “De esas bodas, en las que nos pegábamos buenas fiestonas nacieron
nuevas familias”. Y de esas familias caboverdianas, nacieron decenas de niños y
niñas, cabovercianos. Españoles que,
años después, cuando lo que trajo aquí a sus padres, se fue, los obligó a
volver a emigrar cómo si estuviesen destinados a una huida permanente.
Eliseo vino solo a España,
pero desde joven conocía la diferencia entre sólo y solitario, entre la soledad
y la solidaridad. Comprendió que hay que unirse para mejorar, para evitar el aislamiento,
para ser números, pero de fuerza.
De
adolescente apoyó las actividades del PAIGC (Partido Africano para la
Independencia de Guinea y Cabo Verde), tocaba luchar contra el colonialismo. En
la mina pronto le dijeron “tú sólo no puedes, con amigos sí”, y se afilió al
sindicato. Y con él participó en las movilizaciones por el Estatuto Minero a
comienzos de los 80, cuando las luchas todavía eran para mejorar. Y en las
primeras peleas frente a la llamada “reconversión”, cuando ya eran por darle
oxígeno a un sector que empezaba a sufrir amenazas de cierre, mientras a Eliseo, cómo al carbón, le habían
diagnosticado el primero de silicosis.
Cuando se
prejubiló continuó unos años entre paseos y vinos por Bembibre, pero nada le
ataba, solo la bombona de oxígeno que utilizaba cuando se ahogaba. El primero
ya era tercero. Y se marchó a Torrevieja. Allí echó nuevas raíces, y fundó, con
otros compañeros, la Asociación Cultural Caboverdiana de Torrevieja, que reivindicaba
sus raíces isleñas, pero también mineras.
“Desde que llegamos a Bembibre nunca dejamos de sentir la Sodade. Desde
que estamos en Torrevieja nunca dejamos de sentir la moriña. Hoy Cabo
Verde es la isla de mis padres, El Bierzo las montañas de mis hijos y Torrevieja
la playa de mis últimos días”, reflexiona a comienzos del siglo XXI desde la
“Playa de los locos”.
Estaciones
de un tren. Macizos de carbón de una capa, de una vida que ha tenido ido que ir
picando y sosteniendo. Avanzando y recuperando.
Pescador en caboverde,
estibador en Rotterdam, marinero
en Portugal, minero en El Bierzo, jubilado en Torrevieja. Praiense, Bembibrense,
caboverciano, torrevejense... de aquí y de allí, siempre migrante. Pero … “¿cuándo
me preguntan de dónde soy? Contesto que soy. Minero, siempre minero”.
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