La tercera entrega de este “Camino al Bierzo”, publicado en 1970 por el periodista gallego Álvaro Ruibal, está dedicada a Ponferrada. Sus líneas repasan la historia de la ciudad ligada al castillo y a la orden del Temple, sin excluir las obligadas referencias a Enrique Gil Carrasco y la “leyenda romántica” que forjó a su alrededor con su novela «El señor de Bembibre».
Recupera los viajes de
los “vinateros” que venían a comprar los “vinillos de la comarca” y los
arrieros maragatos que cargaban “cal apagada del barco”, carbones y hierros. Señala
que “El Bierzo es una suerte de encrucijadas de caminos históricos”, que tienen
su reflejo en el arte y esa confluencia de estilos que no son puros y, por
tanto, dan lugar a uno propio.
Merece la pena disfrutar de la descripción que hace de las “dos Ponferradas”, con una deliciosa pluma que no renuncia a citar a Gil y Carrasco.
La del casco antiguo y la ciudad del ensanche que vivió un gran crecimiento al calor de la orgía minera y de la construcción de las infraestructuras eléctricas. Una “ciudad de aluvión” construida con miles de trabajadores y familias procedentes de múltiples rincones de la geografía española en la que hasta se “vendían las piedras”.Con la afilada pluma
que le caracteriza, Ruibal afirma un hecho que por ser de Perogrullo, hoy, 51
años después, conviene recordar, precisamente al calor de una circunstancia
inversa. Pues, hoy la crisis “invade al vecindario”:
“Si las minas
funcionan, todo funciona, y si los yacimientos conocen las dificultades, la
crisis invade al vecindario.”
Nuevamente hablando de
la ausencia de transformación del hierro deja otra máxima inapelable:
“Ponferrada es un pueblo minero, pero no un pueblo industrial. Se trata de una
de tantas paradojas de la vida española.”
Cuadros costumbristas como
el siguiente: “Ponferrada es una ciudad alegre y bulliciosa en su ensanche y
recoleta y mustia en su núcleo antiguo”, nos acercan una visión subjetiva de un
viajero y cronista que narra lo que percibe a su paso. Entre ellos el río Sil
que, a su juicio, discurre morriñento. Para concluir que la ciudad creció a la
sombra de la MSP, a cuyo lado, afirma el autor, “el resto es poca cosa”.
A continuación se
transcribe en su totalidad para facilitar su lectura:
“Camino al Bierzo, III Ponferrada
¿COMO era Ponferrada en
la época de esplendor de la romería jacobita? ¿Cuál era su perfil urbano en el
apogeo de los templarios? El romeraje románico y la dramática aventura del
Temple en el Bierzo son fenómenos coetáneos y paralelos. Los eruditos de la peregrinación
a Santiago apenas dan noticias de Ponferrada. Hablan de un puente de piedra, con
barandas de hierro, la «Pons ferrata», que cruzaban los caminantes extramuros
del poblado, y de una ermita, con su cruz milagrosa, de un cenobio, un
hospital... No quedan vestigios arquitecturales de la primera romería, pero es lícito
sospechar que como tantos pueblos del Camino, Ponferrada haya sido un centro
hospitalario. Tocante al Temple, las referencias son vagas. Sabemos que la
orden levantó la tremenda fortaleza y lo demás es meramente legendario. Los
templarios abandonaron su solar berciano en la plenitud del goticismo y a falta
de historiadores don Enrique Gil Carrasco se encargó de forjar una leyenda
romántica con su novela «El señor de Bembibre». Don Enrique, al igual que sus
colegas Escosura, Larra y otros escritores practican el buceo por las procelas
de la Edad Media.
La fisonomía de Ponferrada
en el siglo XIX podemos intuirla a través de relatos orales y escritos. De
muchacho he conocido a un anciano de Pontevedra que hubo de ir a pie con otros
mozos hasta Brañuelas, a tomar el tren de Madrid, al ser reclamado para el
servicio militar. Es fácil adivinar la silueta ponferradina: un arcaico casco
de ceño medieval encaramado en un cabezo, sobre cuyos tejados de pizarra
asomaba el campanario de la Encina y en la ladera soleada se desmoronaban las
barbacanas y torreones del recinto caballeresco. Gil Carrasco, que contempló la
fábrica antes de su total ruina, nos recuerda que «está situado sobre un
hermoso altozano, desde el cual se registra todo el Bierzo bajo, con la
infinita variedad de sus accidentes, y el Sil, que corre a sus pies para
juntarse con el Boeza un poco mis abajo, parece rendirle homenaje».
En la torre de la
muralla, el reloj público derramaba por el caserío la zurda tocata de las
horas. El vecindario hacia corros al resguardo de los porches de la plaza,
comentando sementeras y cosechas. Se leía y glosaba el novelón histórico de Gil
Carrasco, antiguo colegial del seminario astorgano, y los devotos de la cultura
se enfrascaban con la lectura de la Historia de España, de Lafuente. Alguien en
los guateques decía haber saludado a don José María Quadrado, que andaba
revolviendo escombros, a la busca de la palpitación del antiguo reino de León,
sobando y pulsando las piedras monásticas que yacían entre zarzas y servían de
escondrijos a los lagartos. Y venia el señor obispo asturicense a confirmar; y
un canónigo maragato desgranaba la teología de un novenario; y como Ponferrada
no fue nunca ciudad de mucha clerigalla, tenía sus admiradores don Francisco de
Sierra-Pambley, ilustre cristiano sin dogma, que esperaba redimir la patria
mediante la cirugía de urgencia de una pedagogía laica y utilitaria.
En la fértil llanada,
la carretera de Madrid se quebraba en dos ramales, uno a Lugo, por Villafranca,
y otro seguía el curso del río hacia Valdeorras, de donde venían por la otoñada
los vinateros a comprar los vinillos de la comarca. Y había en el cruce de
caminos —todavía funcionan algunos edificios— almacenes y mesones. Iban y venían
de Galicia los recaderos maragatos y la posta circulaba escoltada por soldados,
que los tiempos eran inseguros. Los carreteros alijaban la cal apagada del
barco y cargaban carbones y hierros, y los carros arrastrados por reatas de
muías marchaban hacia los puertos, nevados en las invernías, del Manzanal y
Piedrafita. Y a veces un exclaustrado de los numerosos monasterios
desamortizados, predicaba, rememorando a San Vicente Ferrer, y anunciando un
apocalíptico fin del mundo. El ferrocarril desbarató esta estampa ya de color
de ala dé mosca.
En realidad, hay dos
Ponferradas: una el antañón conjunto al conjunto del castillo templario y otra
la que surge de la «Minero Siderúrgica» y del ferrocarril a Villablino. Esta es
una urbanización de calles perpendiculares y paralelas, como todos los
ensanches novecentistas. Los años veinte fueron magníficos para los negocios
carboneros; los treinta no tan malos como se dice y de nuestra posguerra se
cuenta y no se acaba. Se vendían las piedras. La ciudad fue creciendo y
edificando. Los obreros afluyeron de todas partes y cabe afirmar que Ponferrada
es una ciudad de aluvión que vive de las riquezas de sus minas de hulla y
antracita y de la explotación de los cotos de mineral de hierro Wagner y
Vivaldi. Si las minas funcionan, todo funciona, y si los yacimientos conocen
las dificultades, la crisis invade al vecindario. Pero hubo estos pasados años
otras actividades al margen del hierro y del carbón. Centenares de hombres
acudieron a trabajar en la construcción de los embalses del Sil y en las
centrales térmicas. Como el sistema hidráulico del Sil y las térmicas están
acabadas, la inquietud económica torna a producirse. Y se espera la
construcción de la planta de pelletización, panacea que se dice resolverá los
vaivenes y virajes de la minería de hierro. La esperanza de una poderosa
industria siderúrgica se han desvanecido. Ponferrada es un pueblo minero, pero
no un pueblo industrial. Se trata de una de tantas paradojas de la vida
española.
El casco antiguo
ponferradino ha sufrido la total desaparición de sus arquitecturas cristianas.
Le amputaron su fondo histórico con las demoliciones y casi cumple decir que el
conjunto medieval se ha convertido en virtud de sucesivas reformas en un
complejo barroco, si lo observamos a través de sus plazas y de sus
edificaciones. Abundan los ejemplares de casonas del siglo XVII —hay alguna
posiblemente anterior— más o menos adulteradas y las torres del santuario de la
Encina y del reloj son estimables muestras renacentistas. El Ayuntamiento es
otra fábrica del siglo XVII, pero el barroquismo dieciochesco impone sus
cánones. El Bierzo es un pedazo de la Galicia histórica, que se incorpora a
León debido a sucesos que el pueblo acepta con la mayor indiferencia. Como
Galicia, el Bierzo es un país de intensa vida monástica y los benedictinos el
rítmico motor de su cultura. Arquitectónicamente, las trayectorias bercianas y
galaicas siguen sendas parejas, aunque las diferencias se perciban claramente.
Puede asegurarse que el barroco berciano soporta la influencia de dos focos
potentes: el gallego y el castellano. Y es tan intensa la superposición se las
modalidades que incluso se habla de un barroco autóctono. Sin embargo, al revés
de Galicia, el barroco del Bierzo es exclusivamente urbano. El Bierzo no posee
el pazo, de tanta raigambre en los valles galicianos. Habrá que pensar, por
tanto, que el estilo no penetra con intensidad en el alma popular. El Bierzo es
una suerte de encrucijadas de caminos históricos a cuyos bordes se asoman
ingentes cenobios. Hablo naturalmente del Bierzo cristiano, porque bajo la
dominación romana, por ejemplo, no fue otra cosa que un fabuloso emporio
minero, donde millares de esclavos trabajaban vigilados por las legiones. Desde
el punto de vista de la romanidad, ejecutada con todas sus consecuencias, el
Bierzo resulta un caso singular de tiranía implacable. No se ha escrito, que
uno sepa, la historia mayor de aquellos tiempos, que debieron ser rudos y
ásperos como el papel de lija. Quien se acerque a contemplar las Médulas
atisbará en aquellas trágicas oquedades el imponente esfuerzo de un pueblo
esclavizado.
Ponferrada es una
ciudad alegre y bulliciosa en su ensanche y recoleta y mustia en su núcleo
antiguo. Innúmeras personas pasan meses y meses sin gatear al conjunto
primitivo. Los chicos acuden al instituto emplazado junto al Ayuntamiento, los
fieles se acercan a la basílica de la Encina y los románticos circulan
nocturnales por las estrechas callejas. Lo más atractivo de este recinto es la
taberna montada en las caballerizas del castillo templario. Se bebe un
excelente vino berciano y entre vaso y vaso se contemplan los muros de la
fortaleza. El Sil discurre morriñento en medio de pedruscos. Al Sil, con la
gatada de los pantanos, lo han convertido en una corriente roñosa y turbia, y
sus famosas truchas son una ilusión de gastrónomos arcaizantes. El Sil, de las
áureas pepitas, es un imponente sistema de presas, no carentes, por otra parte,
de belleza. Los planes hidráulicos del Bierzo están rematados. ¿Le sirve para algo
a Ponferrada la producción eléctrica? Yo creo que para nada. Ponferrada se
abastece de una antigua térmica y las centrales de Compostilla despachan el
fluido a Madrid e incluso a Portugal y Francia. La Compostilla I, ubicada a
unos centenares de metros de la ciudad, va a ser desmontada en beneficio de
Compostilla II, que será ampliada.
La maquinaria no dio resultado y ha envejecido prematuramente. Aunque no sea
muy grato a muchos ponferradinos, es menester repetir que Ponferrada es una
creación de la «Minero-Siderúrgica». De esta compañía son propiedad el coto
Wagner, los yacimientos de hulla de Villablino, el ferrocarril, algunas
térmicas menores —las otras son del IÑ.I—, los lavaderos carboníferos, las
fábricas de aglomerantes... Al lado de la «Minero- Siderúrgica», el resto es
poca cosa.
Ponferrada, agosto
ALVARO RUIBAL”
No hay comentarios:
Publicar un comentario