Presentación

Nuestra historia, a modo de presentación

jueves, 18 de marzo de 2021

El Bierzo 1970 (III), Ponferrada

La tercera entrega de este “Camino al Bierzo”, publicado en 1970 por el periodista gallego Álvaro Ruibal, está dedicada a Ponferrada. Sus líneas repasan la historia de la ciudad ligada al castillo y a la orden del Temple, sin excluir las obligadas referencias a Enrique Gil Carrasco y la “leyenda romántica” que forjó a su alrededor con su novela «El señor de Bembibre».

Recupera los viajes de los “vinateros” que venían a comprar los “vinillos de la comarca” y los arrieros maragatos que cargaban “cal apagada del barco”, carbones y hierros. Señala que “El Bierzo es una suerte de encrucijadas de caminos históricos”, que tienen su reflejo en el arte y esa confluencia de estilos que no son puros y, por tanto, dan lugar a uno propio.

Merece la pena disfrutar de la descripción que hace de las “dos Ponferradas”, con una deliciosa pluma que no renuncia a citar a Gil y Carrasco.

La del casco antiguo y la ciudad del ensanche que vivió un gran crecimiento al calor de la orgía minera y de la construcción de las infraestructuras eléctricas. Una “ciudad de aluvión” construida con miles de trabajadores y familias procedentes de múltiples rincones de la geografía española en la que hasta se “vendían las piedras”.

Con la afilada pluma que le caracteriza, Ruibal afirma un hecho que por ser de Perogrullo, hoy, 51 años después, conviene recordar, precisamente al calor de una circunstancia inversa. Pues, hoy la crisis “invade al vecindario”:

“Si las minas funcionan, todo funciona, y si los yacimientos conocen las dificultades, la crisis invade al vecindario.”

Nuevamente hablando de la ausencia de transformación del hierro deja otra máxima inapelable: “Ponferrada es un pueblo minero, pero no un pueblo industrial. Se trata de una de tantas paradojas de la vida española.”

Cuadros costumbristas como el siguiente: “Ponferrada es una ciudad alegre y bulliciosa en su ensanche y recoleta y mustia en su núcleo antiguo”, nos acercan una visión subjetiva de un viajero y cronista que narra lo que percibe a su paso. Entre ellos el río Sil que, a su juicio, discurre morriñento. Para concluir que la ciudad creció a la sombra de la MSP, a cuyo lado, afirma el autor, “el resto es poca cosa”.

A continuación se transcribe en su totalidad para facilitar su lectura:

Camino al Bierzo, III Ponferrada

¿COMO era Ponferrada en la época de esplendor de la romería jacobita? ¿Cuál era su perfil urbano en el apogeo de los templarios? El romeraje románico y la dramática aventura del Temple en el Bierzo son fenómenos coetáneos y paralelos. Los eruditos de la peregrinación a Santiago apenas dan noticias de Ponferrada. Hablan de un puente de piedra, con barandas de hierro, la «Pons ferrata», que cruzaban los caminantes extramuros del poblado, y de una ermita, con su cruz milagrosa, de un cenobio, un hospital... No quedan vestigios arquitecturales de la primera romería, pero es lícito sospechar que como tantos pueblos del Camino, Ponferrada haya sido un centro hospitalario. Tocante al Temple, las referencias son vagas. Sabemos que la orden levantó la tremenda fortaleza y lo demás es meramente legendario. Los templarios abandonaron su solar berciano en la plenitud del goticismo y a falta de historiadores don Enrique Gil Carrasco se encargó de forjar una leyenda romántica con su novela «El señor de Bembibre». Don Enrique, al igual que sus colegas Escosura, Larra y otros escritores practican el buceo por las procelas de la Edad Media.

La fisonomía de Ponferrada en el siglo XIX podemos intuirla a través de relatos orales y escritos. De muchacho he conocido a un anciano de Pontevedra que hubo de ir a pie con otros mozos hasta Brañuelas, a tomar el tren de Madrid, al ser reclamado para el servicio militar. Es fácil adivinar la silueta ponferradina: un arcaico casco de ceño medieval encaramado en un cabezo, sobre cuyos tejados de pizarra asomaba el campanario de la Encina y en la ladera soleada se desmoronaban las barbacanas y torreones del recinto caballeresco. Gil Carrasco, que contempló la fábrica antes de su total ruina, nos recuerda que «está situado sobre un hermoso altozano, desde el cual se registra todo el Bierzo bajo, con la infinita variedad de sus accidentes, y el Sil, que corre a sus pies para juntarse con el Boeza un poco mis abajo, parece rendirle homenaje».

En la torre de la muralla, el reloj público derramaba por el caserío la zurda tocata de las horas. El vecindario hacia corros al resguardo de los porches de la plaza, comentando sementeras y cosechas. Se leía y glosaba el novelón histórico de Gil Carrasco, antiguo colegial del seminario astorgano, y los devotos de la cultura se enfrascaban con la lectura de la Historia de España, de Lafuente. Alguien en los guateques decía haber saludado a don José María Quadrado, que andaba revolviendo escombros, a la busca de la palpitación del antiguo reino de León, sobando y pulsando las piedras monásticas que yacían entre zarzas y servían de escondrijos a los lagartos. Y venia el señor obispo asturicense a confirmar; y un canónigo maragato desgranaba la teología de un novenario; y como Ponferrada no fue nunca ciudad de mucha clerigalla, tenía sus admiradores don Francisco de Sierra-Pambley, ilustre cristiano sin dogma, que esperaba redimir la patria mediante la cirugía de urgencia de una pedagogía laica y utilitaria.

En la fértil llanada, la carretera de Madrid se quebraba en dos ramales, uno a Lugo, por Villafranca, y otro seguía el curso del río hacia Valdeorras, de donde venían por la otoñada los vinateros a comprar los vinillos de la comarca. Y había en el cruce de caminos —todavía funcionan algunos edificios— almacenes y mesones. Iban y venían de Galicia los recaderos maragatos y la posta circulaba escoltada por soldados, que los tiempos eran inseguros. Los carreteros alijaban la cal apagada del barco y cargaban carbones y hierros, y los carros arrastrados por reatas de muías marchaban hacia los puertos, nevados en las invernías, del Manzanal y Piedrafita. Y a veces un exclaustrado de los numerosos monasterios desamortizados, predicaba, rememorando a San Vicente Ferrer, y anunciando un apocalíptico fin del mundo. El ferrocarril desbarató esta estampa ya de color de ala dé mosca.

En realidad, hay dos Ponferradas: una el antañón conjunto al conjunto del castillo templario y otra la que surge de la «Minero Siderúrgica» y del ferrocarril a Villablino. Esta es una urbanización de calles perpendiculares y paralelas, como todos los ensanches novecentistas. Los años veinte fueron magníficos para los negocios carboneros; los treinta no tan malos como se dice y de nuestra posguerra se cuenta y no se acaba. Se vendían las piedras. La ciudad fue creciendo y edificando. Los obreros afluyeron de todas partes y cabe afirmar que Ponferrada es una ciudad de aluvión que vive de las riquezas de sus minas de hulla y antracita y de la explotación de los cotos de mineral de hierro Wagner y Vivaldi. Si las minas funcionan, todo funciona, y si los yacimientos conocen las dificultades, la crisis invade al vecindario. Pero hubo estos pasados años otras actividades al margen del hierro y del carbón. Centenares de hombres acudieron a trabajar en la construcción de los embalses del Sil y en las centrales térmicas. Como el sistema hidráulico del Sil y las térmicas están acabadas, la inquietud económica torna a producirse. Y se espera la construcción de la planta de pelletización, panacea que se dice resolverá los vaivenes y virajes de la minería de hierro. La esperanza de una poderosa industria siderúrgica se han desvanecido. Ponferrada es un pueblo minero, pero no un pueblo industrial. Se trata de una de tantas paradojas de la vida española.

El casco antiguo ponferradino ha sufrido la total desaparición de sus arquitecturas cristianas. Le amputaron su fondo histórico con las demoliciones y casi cumple decir que el conjunto medieval se ha convertido en virtud de sucesivas reformas en un complejo barroco, si lo observamos a través de sus plazas y de sus edificaciones. Abundan los ejemplares de casonas del siglo XVII —hay alguna posiblemente anterior— más o menos adulteradas y las torres del santuario de la Encina y del reloj son estimables muestras renacentistas. El Ayuntamiento es otra fábrica del siglo XVII, pero el barroquismo dieciochesco impone sus cánones. El Bierzo es un pedazo de la Galicia histórica, que se incorpora a León debido a sucesos que el pueblo acepta con la mayor indiferencia. Como Galicia, el Bierzo es un país de intensa vida monástica y los benedictinos el rítmico motor de su cultura. Arquitectónicamente, las trayectorias bercianas y galaicas siguen sendas parejas, aunque las diferencias se perciban claramente. Puede asegurarse que el barroco berciano soporta la influencia de dos focos potentes: el gallego y el castellano. Y es tan intensa la superposición se las modalidades que incluso se habla de un barroco autóctono. Sin embargo, al revés de Galicia, el barroco del Bierzo es exclusivamente urbano. El Bierzo no posee el pazo, de tanta raigambre en los valles galicianos. Habrá que pensar, por tanto, que el estilo no penetra con intensidad en el alma popular. El Bierzo es una suerte de encrucijadas de caminos históricos a cuyos bordes se asoman ingentes cenobios. Hablo naturalmente del Bierzo cristiano, porque bajo la dominación romana, por ejemplo, no fue otra cosa que un fabuloso emporio minero, donde millares de esclavos trabajaban vigilados por las legiones. Desde el punto de vista de la romanidad, ejecutada con todas sus consecuencias, el Bierzo resulta un caso singular de tiranía implacable. No se ha escrito, que uno sepa, la historia mayor de aquellos tiempos, que debieron ser rudos y ásperos como el papel de lija. Quien se acerque a contemplar las Médulas atisbará en aquellas trágicas oquedades el imponente esfuerzo de un pueblo esclavizado.

Ponferrada es una ciudad alegre y bulliciosa en su ensanche y recoleta y mustia en su núcleo antiguo. Innúmeras personas pasan meses y meses sin gatear al conjunto primitivo. Los chicos acuden al instituto emplazado junto al Ayuntamiento, los fieles se acercan a la basílica de la Encina y los románticos circulan nocturnales por las estrechas callejas. Lo más atractivo de este recinto es la taberna montada en las caballerizas del castillo templario. Se bebe un excelente vino berciano y entre vaso y vaso se contemplan los muros de la fortaleza. El Sil discurre morriñento en medio de pedruscos. Al Sil, con la gatada de los pantanos, lo han convertido en una corriente roñosa y turbia, y sus famosas truchas son una ilusión de gastrónomos arcaizantes. El Sil, de las áureas pepitas, es un imponente sistema de presas, no carentes, por otra parte, de belleza. Los planes hidráulicos del Bierzo están rematados. ¿Le sirve para algo a Ponferrada la producción eléctrica? Yo creo que para nada. Ponferrada se abastece de una antigua térmica y las centrales de Compostilla despachan el fluido a Madrid e incluso a Portugal y Francia. La Compostilla I, ubicada a unos centenares de metros de la ciudad, va a ser desmontada en beneficio de Compostilla II, que será ampliada.

La maquinaria no dio resultado y ha envejecido prematuramente. Aunque no sea muy grato a muchos ponferradinos, es menester repetir que Ponferrada es una creación de la «Minero-Siderúrgica». De esta compañía son propiedad el coto Wagner, los yacimientos de hulla de Villablino, el ferrocarril, algunas térmicas menores —las otras son del IÑ.I—, los lavaderos carboníferos, las fábricas de aglomerantes... Al lado de la «Minero- Siderúrgica», el resto es poca cosa.

Ponferrada, agosto

ALVARO RUIBAL”

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