Presentación

Nuestra historia, a modo de presentación

viernes, 6 de noviembre de 2020

"Mujeres de la mina, viudas de la esperanza", un relato de la reconversión

La reconversión industrial hay que contarla. Debemos empezar a estudiarla, a conocer sus causas, sus causantes, sus efectos y sus dramas aparejados. Además, divulgarla. Sirva para ello este retrato.

Cómo explica la antropóloga Sara Zanisis la desindustrialización es más que la pérdida del tejido industrial, es un movimiento tectónico de consecuencias que aún no han terminado de manifestar sus efectos. Si la reconversión fue conflictiva, sus consecuencias son dramáticas, amargas, a la par que profundamente injustas.

Advertimos a las y los posibles lectores que esto no es un artículo histórico, con sus fechas, sus fuentes y sus datos contrastados, sino un relato novelado, subjetivo, de las consecuencias de este proceso, que nos invita a reflexionar desde los ojos de dos generaciones que se vinculan con la mina de dos formas contradictorias y complementarias. Un relato que forma parte de eso que denominamos cultura minera y con el quienes vivan en las cuencas se podrán sentir identificados/as, y quien nos lean desde otras latitudes, podrán comprender lo que aquí sucede.

“Mujeres de la mina, viudas de la esperanza

 

Ese día olía a felicidad en casa de Orfelia. Café y rosquillas recién hechas encima de la cocina. Cómo siempre el ALSA llega con retraso, cómo pocas veces viene cargado de buenas noticias. Bárbara tira las bolsas y corre hacia su abuela. Se funden en un abrazo. «¡Cuanto tiempo hija! ». «¡Ya te digo abuela!», le responde con una sonrisa mientras saca las zapatillas calientes del horno de la cocina de carbón. El confort es eso, pequeños detalles, quizás calor y cariño. Diminutos placeres que recompensan grandes dificultades. El olor de la niñez, el calor del hogar, el amor de la abuela.


De niña acostumbraba a pasar muchas tardes con ella. Le encantaba escuchar sus historias de cuando era moza. Pasaban fotos abrigadas por el calor de la nostalgia y endulzadas por los sabores de la infancia. Aquella lata vieja de galletas de mantequilla atesoraba lo más valioso de toda una vida, recuerdos familiares, las fotos de los años más felices. Era un cofre, una caja blindada que por contraseña tenía una simple goma de caja de zapatos.


Bárbara atesoraba sus recuerdos más recientes en su dispositivo móvil y en la nube. Ese lugar en el que su abuela acostumbraba a decirle que vivía. Recuerdos efímeros, de tiempos no pasados, ya vividos, pero no siempre deseados. Entre ellos está el email donde le confirman que le daban el trabajo. Un pasaporte a la vida en el pueblo después de tantos años fuera. Hacía años que nadie cogía el camino inverso. Ella lo detestaba porque ya no era aquel lugar feliz, lleno de gente y vitalidad, de su infancia. 


La última vez que se había sentido orgullosa de él había sido aquél caluroso día de julio de 2012. Tras meses de huelgas los habitantes de aquellas comarcas entraron en Madrid cómo héroes, rivalizaron con la roja, un millón de personas los recibió al grito de «¡Madrid obrero, está con los mineros! ». Recordaron que si la selección es el ejército simbólico de España, los mineros habían sido el ejército simbólico de la clase obrera.


La vida son paradojas, y esta era una más. Su padre cortaba carreteras reivindicando la construcción de las mismas y becas para estudiar. Infraestructuras que a menudo se habían convertido en vías de sentido único; títulos que eran un salvoconducto para pasar por ellas, un pasaporte a la emigración. Ironías del destino.


Por una vez no era así. 6 meses de contrato temporal en la residencia de ancianos. No estaba mal. Era mejor que lo que tenía. Hasta ahora había compaginado trabajos esporádicos en el Call Center, Zara y en bares con un contrato en prácticas que finalmente tuvo que dejar. Una beca para ganar experiencia mientras perdía dinero. Al fin y al cabo, el mérito termina cuando empieza la cuenta corriente.


De eso no tenía ninguna duda Orfelia, la voz de la experiencia, una mujer con tanto mérito cómo escaso reconocimiento. Sus manos amarillas y arrugadas contrastan con las de Bárbara, blancas y suaves. La artrosis pasa factura. Años de trabajo que no perdonan. De joven a la mina y al campo y del campo a la mina, con apenas unas pocas horas de reposo en un colchón de paja. De casada, en casa, y a la huerta, y a los animales y a los niños, y a la abuela... El trabajo asalariado era un periodo de transición entre la baja infancia y el matrimonio precoz, entre ser cuidada y empezar a cuidar.


La suya era una historia silenciada, olvidada, que no saldrá en los libros de texto. En ocasiones no reconocida ni por los suyos. Ellos tenían como normal que sus mujeres, sus madres y sus abuelas pudieran con todo. Una historia que se empezó a gestar cuando los soutos de castaños y los prados dejaban paso a las bocaminas y las escombreras. Ahora se lamentan de que las escombreras y los castilletes dejan paso a las ruinas y a la nada.


Entre suspiros, risas y sorbos de café pasan fotografías y pasan la tarde. Instantáneas de una vida, negativos de momentos positivos y positivos de momentos que no lo fueron tanto. Prados y bocaminas. Luces y sombras. Las escombreras son cicatrices que cómo las marcas de la abuela, son recuerdos hoy de lo que ayer brilló. Un tiempo en el que el pueblo se acostaba tarde a pesar de que se levanta temprano. Hoy duerme poco, necesita pastillas para dormir y sintrón para vivir.


En esos verdes valles, donde el quietismo parece la norma, algo se mueve. El año pasado cerraron la escuela, abrieron un geriátrico, cerraron la mina y abrieron una casa rural. Cuando el futuro pasa por el pasado, el museo llega y el futuro pasa. Con ojo clínico y rabia maldicen su suerte, la de los suyos, la de las cuencas. Critican lo efímero de las palabras y la falta de palabra. Pareciera que se las lleva el viento. Frases huecas, placebos que hablan de potencialidad, esconden la falta de soluciones, ocultan la imposibilidad, pero sirven cómo consuelo ante la necesidad, una especie de fe pagana, un placebo para adormecer, una muerte dulce.


Reindustrializar dio paso a reconversión y de ahí a transición justa. «¡Menuda injusticia!» expresa Bárbara: «¡Mucho ON, para dejarlo todo en modo OFF!, balbucea en una jerga que Orfelia no entiende pero si comparte.


Una frase interrumpe el momento. «¡Abuelita!, ¿el abuelo te pegaba?» Bárbara había hecho un curso y conocía las huellas de la violencia de género. «¡No cariño, por suerte no! ». «¿Y esa marca?, le señala insistiendo. Orfelía tenía un moratón en el rostro en una de las fotografías que años atrás pasaría inadvertido. «Eso fue la Guardia Civil, en las huelgas del 62, fuimos a tornar los esquiroles y nos dieron con la porra». Violencia sí, pero la de la dictadura.


Su abuela, cómo tantas, habían sido heroínas, siempre en la brecha. Siempre olvidadas, siempre silenciadas. En los 60 la vida les daba palos, en los 80, pinchazos. Inyecciones momentáneas de placer, que desembocaban en años de tristeza y familias rotas. Lo llamaron proyecto hombre, pero quienes lo sustentaron eran ellas, las mujeres.


La estancia se enfría. «¡Hija échale una paletadina de carbón a la bilbaína!» Un carbón que no calentaba igual que antes. En muchos sentidos. Quienes durante décadas habían extraído el mineral que calentaba nuestros hogares se fueron por la puerta de atrás, olvidados. Existe una frialdad heladora en cómo se acabó con estos pueblos que habían sido la calefacción de España. Ellas, sin embargo, nunca se fueron. Nadie, nunca, se acordó de ellas, son doblemente olvidadas. Carbón tiene nombre masculino, pero eso no lo es todo. La historia recordará únicamente a quienes sacan el carbón a bocamina, pero olvidan a quienes han llenado la boca de quien saca el carbón de la mina. Un trabajo tan subterráneo cómo el del minero. Al fin y al cabo, cuenca minera, que es un todo, más completo y más complejo, es un nombre femenino.


Ellas son dos astillas de la misma madera. Bárbara el pesimismo de la inteligencia, Orfelia el optimismo de la voluntad. Dos formas de ver un vaso medio vacío, un medio rural, medio urbano, medio vacío, medio vaciado. El café, como la vida amarga, el azucarillo endulza, la compañía ayuda a pasar. Al fin y al cabo, la vida es eso, pequeños sorbos que impiden que se tire la toalla. Tras muchas luchas y demasiadas derrotas, resignación no cabía en el vocabulario de Orfelia. Era una cosa que no podía entregar, su tenacidad era su mayor victoria, y a ella se aferraba.


Para Bárbara, la palabra lucha durante años fue si acaso un vago compromiso sentimental, ahora, devenido en vital. Junto a sus amigas viralizaban #SinCarbónNoHayReyes. Ese hastag era un grano contra la despoblación. Un código que cómo el maíz a los esquiroles, debería servir para avergonzar a quienes miran a la España vacía con los bolsillos llenos, con tantas palabras y tan pocos hechos. Un relevo, un paso adelante, quizás una semilla.


La tarde toca a su fin con la última rosquilla. Ese día olía a felicidad en la cuenca. Su futuro, como el del contrato de Bárbara, era cierto hasta la próxima renovación. Ambas suspiraban por ello. Ese día olía a felicidad, pero que poco dura la felicidad en la casa del pobre.!”

 

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