Cómo explica la
antropóloga Sara Zanisis la desindustrialización es más que la pérdida del
tejido industrial, es un movimiento
tectónico de consecuencias que aún no han terminado de manifestar sus
efectos. Si la reconversión fue conflictiva, sus consecuencias son dramáticas,
amargas, a la par que profundamente injustas.
Advertimos a las y los
posibles lectores que esto no es un artículo histórico, con sus fechas, sus
fuentes y sus datos contrastados, sino un relato novelado, subjetivo, de las
consecuencias de este proceso, que nos invita a reflexionar desde los ojos de
dos generaciones que se vinculan con la mina de dos formas contradictorias y
complementarias. Un relato que forma parte de eso que denominamos cultura minera
y con el quienes vivan en las cuencas se podrán sentir identificados/as, y
quien nos lean desde otras latitudes, podrán comprender lo que aquí sucede.
“Mujeres
de la mina, viudas de la esperanza
Ese día olía a felicidad en casa de Orfelia. Café y rosquillas recién hechas encima de la cocina. Cómo siempre el ALSA llega con retraso, cómo pocas veces viene cargado de buenas noticias. Bárbara tira las bolsas y corre hacia su abuela. Se funden en un abrazo. «¡Cuanto tiempo hija! ». «¡Ya te digo abuela!», le responde con una sonrisa mientras saca las zapatillas calientes del horno de la cocina de carbón. El confort es eso, pequeños detalles, quizás calor y cariño. Diminutos placeres que recompensan grandes dificultades. El olor de la niñez, el calor del hogar, el amor de la abuela.
De niña acostumbraba a
pasar muchas tardes con ella. Le encantaba escuchar sus historias de cuando era
moza. Pasaban fotos abrigadas por el
calor de la nostalgia y endulzadas por los sabores de la infancia. Aquella lata
vieja de galletas de mantequilla atesoraba lo más valioso de toda una vida,
recuerdos familiares, las fotos de los años más felices. Era un cofre, una caja
blindada que por contraseña tenía una simple goma de caja de zapatos.
Bárbara atesoraba sus recuerdos más recientes en su dispositivo móvil y en la nube. Ese lugar en el que su abuela acostumbraba a decirle que vivía. Recuerdos efímeros, de tiempos no pasados, ya vividos, pero no siempre deseados. Entre ellos está el email donde le confirman que le daban el trabajo. Un pasaporte a la vida en el pueblo después de tantos años fuera. Hacía años que nadie cogía el camino inverso. Ella lo detestaba porque ya no era aquel lugar feliz, lleno de gente y vitalidad, de su infancia.
La última vez que se
había sentido orgullosa de él había sido aquél caluroso día de julio de 2012.
Tras meses de huelgas los habitantes de aquellas comarcas entraron en Madrid
cómo héroes, rivalizaron con la roja,
un millón de personas los recibió al grito de «¡Madrid obrero, está con los mineros! ». Recordaron que si la
selección es el ejército simbólico de España, los mineros habían sido el
ejército simbólico de la clase obrera.
La vida son paradojas, y
esta era una más. Su padre cortaba carreteras reivindicando la construcción de
las mismas y becas para estudiar. Infraestructuras que a menudo se habían
convertido en vías de sentido único; títulos que eran un salvoconducto para
pasar por ellas, un pasaporte a la emigración. Ironías del destino.
Por una vez no era así.
6 meses de contrato temporal en la residencia de ancianos. No estaba mal. Era
mejor que lo que tenía. Hasta ahora había compaginado trabajos esporádicos en
el Call Center, Zara y en bares con
un contrato en prácticas que finalmente tuvo que dejar. Una beca para ganar
experiencia mientras perdía dinero. Al fin y al cabo, el mérito termina cuando
empieza la cuenta corriente.
De eso no tenía ninguna duda Orfelia, la voz de la experiencia, una mujer
con tanto mérito cómo escaso reconocimiento. Sus manos amarillas y arrugadas
contrastan con las de Bárbara, blancas y suaves. La artrosis pasa factura. Años
de trabajo que no perdonan. De joven a la mina y al campo y del campo a la
mina, con apenas unas pocas horas de reposo en un colchón de paja. De casada,
en casa, y a la huerta, y a los animales y a los niños, y a la abuela... El trabajo asalariado era un periodo de transición entre la baja
infancia y el matrimonio precoz, entre ser cuidada y empezar a cuidar.
La suya era una historia
silenciada, olvidada, que no saldrá en los libros de texto. En ocasiones no
reconocida ni por los suyos. Ellos tenían como normal que sus mujeres, sus
madres y sus abuelas pudieran con todo. Una historia que se empezó a gestar cuando
los soutos de castaños y los prados
dejaban paso a las bocaminas y las escombreras. Ahora se lamentan de que las
escombreras y los castilletes dejan paso a las ruinas y a la nada.
Entre suspiros, risas y
sorbos de café pasan fotografías y pasan la tarde. Instantáneas de una vida,
negativos de momentos positivos y positivos de momentos que no lo fueron tanto.
Prados y bocaminas. Luces y sombras. Las escombreras son cicatrices que cómo
las marcas de la abuela, son recuerdos hoy de lo que ayer brilló. Un tiempo en
el que el pueblo se acostaba tarde a pesar de que se levanta temprano. Hoy
duerme poco, necesita pastillas para dormir y sintrón para vivir.
En esos verdes valles,
donde el quietismo parece la norma, algo se mueve. El año pasado cerraron la
escuela, abrieron un geriátrico, cerraron la mina y abrieron una casa rural.
Cuando el futuro pasa por el pasado, el museo llega y el futuro pasa. Con ojo
clínico y rabia maldicen su suerte, la de los suyos, la de las cuencas.
Critican lo efímero de las palabras y la falta de palabra. Pareciera que se las
lleva el viento. Frases huecas, placebos que hablan de potencialidad, esconden
la falta de soluciones, ocultan la imposibilidad, pero sirven cómo consuelo
ante la necesidad, una especie de fe pagana, un placebo para adormecer, una
muerte dulce.
Reindustrializar dio paso a reconversión y de ahí a transición
justa. «¡Menuda injusticia!» expresa Bárbara: «¡Mucho ON, para dejarlo todo en
modo OFF!, balbucea en una jerga que
Orfelia no entiende pero si comparte.
Una frase interrumpe el
momento. «¡Abuelita!, ¿el abuelo te pegaba?» Bárbara había hecho un curso y conocía
las huellas de la violencia de género. «¡No cariño, por suerte no! ». «¿Y esa marca?, le señala
insistiendo. Orfelía tenía un moratón en el rostro en una de las fotografías
que años atrás pasaría inadvertido. «Eso fue la Guardia Civil, en las huelgas
del 62, fuimos a tornar los esquiroles y
nos dieron con la porra». Violencia sí, pero la de la dictadura.
Su abuela, cómo tantas,
habían sido heroínas, siempre en la brecha. Siempre olvidadas, siempre
silenciadas. En los 60 la vida les daba palos, en los 80, pinchazos.
Inyecciones momentáneas de placer, que desembocaban en años de tristeza y
familias rotas. Lo llamaron proyecto
hombre, pero quienes lo sustentaron eran ellas, las mujeres.
La estancia se enfría. «¡Hija échale una paletadina de carbón a la bilbaína!» Un carbón que no calentaba igual que
antes. En muchos sentidos. Quienes durante décadas habían extraído el mineral
que calentaba nuestros hogares se fueron por la puerta de atrás, olvidados.
Existe una frialdad heladora en cómo se acabó con estos pueblos que habían sido
la calefacción de España. Ellas, sin embargo, nunca se fueron. Nadie, nunca, se
acordó de ellas, son doblemente olvidadas. Carbón
tiene nombre masculino, pero eso no lo es todo. La historia recordará
únicamente a quienes sacan el carbón a bocamina,
pero olvidan a quienes han llenado la boca de quien saca el carbón de la mina.
Un trabajo tan subterráneo cómo el del minero. Al fin y al cabo, cuenca minera,
que es un todo, más completo y más complejo, es un nombre femenino.
Ellas son dos astillas
de la misma madera. Bárbara el pesimismo de la inteligencia, Orfelia el
optimismo de la voluntad. Dos formas de ver un vaso medio vacío, un medio
rural, medio urbano, medio vacío, medio vaciado. El café, como la vida amarga,
el azucarillo endulza, la compañía ayuda a pasar. Al fin y al cabo, la vida es
eso, pequeños sorbos que impiden que se tire la toalla. Tras muchas luchas y
demasiadas derrotas, resignación no cabía en el vocabulario de Orfelia. Era una
cosa que no podía entregar, su tenacidad era su mayor victoria, y a ella se
aferraba.
Para Bárbara, la palabra
lucha durante años fue si acaso un vago compromiso sentimental, ahora, devenido
en vital. Junto a sus amigas viralizaban
#SinCarbónNoHayReyes. Ese hastag era
un grano contra la despoblación. Un código que cómo el maíz a los esquiroles,
debería servir para avergonzar a quienes miran a la España vacía con los
bolsillos llenos, con tantas palabras y tan pocos hechos. Un relevo, un paso
adelante, quizás una semilla.
La tarde toca a su fin
con la última rosquilla. Ese día olía a felicidad en la cuenca. Su futuro, como
el del contrato de Bárbara, era cierto hasta la próxima renovación. Ambas
suspiraban por ello. Ese día olía a felicidad, pero que poco dura la felicidad
en la casa del pobre.!”
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