El Fabero de
los años cuarenta bulle con la nueva orgía minera. El auge de las labores de
una industria en expansión esconde una tragedia que, en la mayoría de
ocasiones, se vive en silencio.
“Franco le tenía ganas a los mineros”, afirma el periodista e investigador Isaías Lafuente. La represión en el caso de la minería del carbón guarda ciertos aires de revancha. No podemos olvidar el papel del dictador en la represión de la Huelga General de 1917 y de la revolución de octubre de 1934 en Asturias, el apoyo de los empresarios al bando golpista y el interés de las élites por acabar con uno de los sectores vanguardia del movimiento obrero.
La
empresa Maximino Moro S.A., llegó a interpelar a las autoridades franquistas
para que no matasen a tantas personas. Baltasar Sánchez, encargado general, lo
expresaba de forma clara: “¡Es que de seguir así, no nos dejaban ningún minero! y ¿cómo íbamos a
continuar la explotación sin mineros profesionales?”. Una postura que contrastaba
con la actitud del médico y dirigente de la Falange, Cesar Terrón, partidario
de los fusilamientos.
Minas del Bierzo, propiedad de Moro,
solicita al Patronato Central para la Redención de las Penas por el
Trabajo la concesión de trabajadores para poner en marcha un campo de trabajo
forzado para mineros en lugar de su fusilamiento. La Redención de penas por el
trabajo es una de las fórmulas más sofisticadas de represión obrera y acumulación capitalista.
El campo de Fabero, conocido popularmente
como “los barracones”, se crea en 1939, construido por la Inspección General de
Campos de Concentración en las instalaciones de la empresa minera Maximino Moro
S.A en el grupo de la “Reguera”.
El penal
constaba de unos barracones donde se ubicaban los presos, almacenes y un
edificio de dos plantas para la Dirección del campo y el Servicio de Vigilancia
del mismo, encargado a la Guardia Civil. El recinto estaba completamente
alambrado y rodeado por torres de vigilancia. La mayoría de los presos eran
hombres, aunque también hubo algunas
mujeres que se encargaban de la comida, la limpieza y la ropa de trabajo.
La dirección recaía en el Jefe
del campo, junto a él ocuparían funciones destacadas el médico, el cura y el
personal de la Guardia Civil del cuartel de Fabero.
La redención se basa en la
fórmula por la que un día de trabajo equivaldría a la rebaja de uno de condena.
Sin embargo, este sistema será variable, modificándose y ampliándose con el
tiempo. Los prisioneros políticos recibirían un “salario” de 2 pesetas al día,
de las cuales 1,5 se destinarían a cubrir los gastos de manutención, aunque
también se descontaba por otras múltiples razones, incluida la pica con la que trabajaban en la mina.
Los 50 céntimos restantes serían de libre disposición y se les entregaban al
finalizar la semana. Ingreso ínfimo que era una veinteava parte del que
cobraban los trabajadores libres. Tres de cada cuatro pesetas que las empresas
deberían haber pagado, se perdían por el camino y no llegaron nunca a manos de
los presos ni de sus familias.
El control social e ideológico se
impone como mecanismo represivo, que se reflejará en los informes de los
presos. Nos encontramos con casos como el de Tomás Terrón, minero afecto a la UGT
y directivo de la JSU en Fabero cuyos informes describían: “observa pésima
conducta pública, privada y religiosa”.
Los presos
republicanos eran llevados al agotamiento físico, trabajaban sin apenas comida,
la ropa escaseaba y era insuficiente, tanto para el trabajo, como para hacer
frente a los duros inviernos. A esto se le añade el maltrato psicológico y
físico, que eran continuos. Condiciones extremas que, a pesar del férreo
control, no impidieron distintas protestas.
La alimentación
era deficiente, en ocasiones a base de mondas de patatas, harina de caballos,
incluso podrida (“canida”) y animales enfermos. El rechazo a este tipo de
tratamiento dado a los presos, ocasionará protestas que se granjearán la
solidaridad de los vecinos del pueblo.
El hacinamiento en
los barracones era manifiesto. Tenían unas dimensiones de entre 100 y 150 metros cuadrados donde convivían
unos 250 hombres en una situación insalubre. En estas condiciones higiénicas y
de trabajo, las enfermedades infecciosas o los piojos eran corrientes. Los medicamentos
para curar lo que el hambre, el agotamiento y el frío provocaban, eran
inexistentes. Las muertes por enfermedades más frecuentes fueron a causa
de bronquitis y meningitis tuberculosa.
A la difícil
situación se le unían la brutalidad de los mandos, el médico y el cura, que se sabían impunes. Las palizas, vejaciones e
insultos eran habituales como refuerzo
de la mentalidad de vencedores contra
vencidos. El cura, “el padre Dominguín”, los acusaba de ladrones, asesinos o
rojos. Humillación y represión, que se unía al desarraigo familiar producto del
alejamiento de sus zonas de origen.
Los relevos
iban custodiados por la Guardia Civil desde la garita de la entrada del campo
hasta la bocamina. Lugar donde esperaban a que finalizasen la jornada para
volver a conducirlos a los barracones. Estos sufrían continuos castigos y eran
destinados a los peores trabajos, las capas más estrechas, los tajos más
mojados y que se hundían, o incluso castigados al barracón, privados del exiguo
salario y la redención. Esta situación laboral ejemplifica el paso de la
represión política a la explotación
económica de los vencidos, mano de obra en condiciones de
esclavitud usada como “botín de guerra”.
En 1947 se cierra el campo de
trabajo de Fabero, trasladando parte de sus reclusos al campo de Antracitas de Gaiztarro en
Matarrosa del Sil. Muchos de los presos cuando fueron puestos en
libertad (vigilada y con sello oficial de la empresa), se quedaron a vivir en Fabero
y continuaron trabajando en alguna explotación minera de la zona.
Tras haberse lucrado con la
producción de carbón a muy bajo coste Minas de Antracita Moro S.A. y Minas del
Bierzo pasarán a manos de Antracitas de
Fabero que continuarán con sus explotaciones mineras. El empresario Maximino Moro abandonará sus
intereses en Fabero con vistas a centrarse en el negocio del espectáculo y la
hostelería en Madrid.
El balance que
los responsables del sistema de explotación de presos hacían en la temprana
fecha de 1942 es realmente esclarecedor:
“Resumiendo, se
puede afirmar que la labor realizada por los reclusos en nuestras minas es una
de las aportaciones más meritorias para el desarrollo de la economía”. Fuerza
de trabajo a bajo coste que empresarios mineros de Asturias calculaban entre un
50 y un 60% más “productiva”. El Patronato reconocía que se debía a que el
preso “alarga y estira la tarea” para no “perder la redención y los subsidios”.
Trabajadores que están disponibles los 365 del año y las 24 horas del día,
recibiendo un salario que era la décima parte del de un guaje por un trabajo de picador o barrenista.
La propaganda
trata de presentar la más absoluta explotación cómo una oportunidad para los
presos. En la Memoria que el Patronato Central para la Redención de Pensas por
el Trabajo "eleva al Caudillo de España y a su gobierno" en enero de
1942 se puede leer:
“Así, por
ejemplo, en las minas de antracita de Fabero, muchos muchachos sin oficio
determinado han adquirido el de «picador de carbón», que les asegurará
ocupación el día de mañana en una profesión donde los jornales son altos y la
demanda grande.”
El trabajo forzado en las minas y otras empresas
supuso una acumulación de capital esencial para el posterior desarrollismo
económico. Acumulación por sobreexplotación que cuenta con el apoyo de
todo el aparato del Estado, que lo fomenta para la realización de beneficios
por parte de empresarios privados, en este caso mineros.
No podemos hacer una estimación económica en el caso
de Fabero, sin embargo, Isaías Lafuente, cuantifica en 133.868 millones
de pesetas (de la época), más de 780 millones de euros los beneficios
ilícitos obtenidos de los trabajos forzados de más de 400.000 presos
políticos.
Con esos beneficios Maximino Moro monta un entramado empresarial que
comprendía locales comerciales, hoteles, sala de fiestas, cine y el Teatro
Albéniz de Madrid. Paradójicamente, la riqueza creada con el sufrimiento de los
trabajadores de Fabero, libres y esclavos, perdedores de la guerra, había
servido para crear infraestructuras de ocio y
espectáculo al servicio de la burguesía madrileña. Un drama.
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