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Nuestra historia, a modo de presentación

martes, 10 de enero de 2023

El campo de trabajo forzado de Fabero

El año pasado hablábamos de los campos de trabajo forzado que hubo en El Bierzo y Laciana. Hoy nos centraremos en uno de los más importantes, el de Fabero. Un penal que estuvo abierto entre 1939 y 1947.

El Fabero de los años cuarenta bulle con la nueva orgía minera. El auge de las labores de una industria en expansión esconde una tragedia que, en la mayoría de ocasiones, se vive en silencio.

“Franco le tenía ganas a los mineros”, afirma el periodista e investigador Isaías Lafuente. La represión en el caso de la minería del carbón guarda ciertos aires de revancha. No podemos olvidar el papel del dictador en la represión de la Huelga General de 1917 y de la revolución de octubre de 1934 en Asturias, el apoyo de los empresarios al bando golpista y el interés de las élites por acabar con uno de los sectores vanguardia del movimiento obrero.

La empresa Maximino Moro S.A., llegó a interpelar a las autoridades franquistas para que no matasen a tantas personas. Baltasar Sánchez, encargado general, lo expresaba de forma clara: “¡Es que de seguir así, no nos dejaban ningún minero! y ¿cómo íbamos a continuar la explotación sin mineros profesionales?”. Una postura que contrastaba con la actitud del médico y dirigente de la Falange, Cesar Terrón, partidario de los fusilamientos.

Minas del Bierzo, propiedad de Moro, solicita al Patronato Central para la Redención de las Penas por el Trabajo la concesión de trabajadores para poner en marcha un campo de trabajo forzado para mineros en lugar de su fusilamiento. La Redención de penas por el trabajo es una de las fórmulas más sofisticadas de represión obrera y acumulación capitalista.

El campo de Fabero, conocido popularmente como “los barracones”, se crea en 1939, construido por la Inspección General de Campos de Concentración en las instalaciones de la empresa minera Maximino Moro S.A en el grupo de la “Reguera”.

El penal constaba de unos barracones donde se ubicaban los presos, almacenes y un edificio de dos plantas para la Dirección del campo y el Servicio de Vigilancia del mismo, encargado a la Guardia Civil. El recinto estaba completamente alambrado y rodeado por torres de vigilancia. La mayoría de los presos eran hombres, aunque  también hubo algunas mujeres que se encargaban de la comida, la limpieza y la ropa de trabajo.

La dirección recaía en el Jefe del campo, junto a él ocuparían funciones destacadas el médico, el cura y el personal de la Guardia Civil del cuartel de Fabero.

La redención se basa en la fórmula por la que un día de trabajo equivaldría a la rebaja de uno de condena. Sin embargo, este sistema será variable, modificándose y ampliándose con el tiempo. Los prisioneros políticos recibirían un “salario” de 2 pesetas al día, de las cuales 1,5 se destinarían a cubrir los gastos de manutención, aunque también se descontaba por otras múltiples razones, incluida la pica con la que trabajaban en la mina. Los 50 céntimos restantes serían de libre disposición y se les entregaban al finalizar la semana. Ingreso ínfimo que era una veinteava parte del que cobraban los trabajadores libres. Tres de cada cuatro pesetas que las empresas deberían haber pagado, se perdían por el camino y no llegaron nunca a manos de los presos ni de sus familias.

 

El control social e ideológico se impone como mecanismo represivo, que se reflejará en los informes de los presos. Nos encontramos con casos como el de Tomás Terrón, minero afecto a la UGT y directivo de la JSU en Fabero cuyos informes describían: “observa pésima conducta pública, privada y religiosa”.

Los presos republicanos eran llevados al agotamiento físico, trabajaban sin apenas comida, la ropa escaseaba y era insuficiente, tanto para el trabajo, como para hacer frente a los duros inviernos. A esto se le añade el maltrato psicológico y físico, que eran continuos. Condiciones extremas que, a pesar del férreo control, no impidieron distintas protestas.

La alimentación era deficiente, en ocasiones a base de mondas de patatas, harina de caballos, incluso podrida (“canida”) y animales enfermos. El rechazo a este tipo de tratamiento dado a los presos, ocasionará protestas que se granjearán la solidaridad de los vecinos del pueblo.

El hacinamiento en los barracones era manifiesto. Tenían unas dimensiones de entre  100 y 150 metros cuadrados donde convivían unos 250 hombres en una situación insalubre. En estas condiciones higiénicas y de trabajo, las enfermedades infecciosas o los piojos eran corrientes. Los medicamentos para curar lo que el hambre, el agotamiento y el frío provocaban, eran inexistentes. Las muertes por enfermedades más frecuentes fueron a causa de bronquitis y meningitis tuberculosa.

A la difícil situación se le unían la brutalidad de los mandos, el médico y el cura, que se sabían impunes. Las palizas, vejaciones e insultos eran habituales como refuerzo de la mentalidad de vencedores contra vencidos. El cura, “el padre Dominguín”, los acusaba de ladrones, asesinos o rojos. Humillación y represión, que se unía al desarraigo familiar producto del alejamiento de sus zonas de origen.

Los relevos iban custodiados por la Guardia Civil desde la garita de la entrada del campo hasta la bocamina. Lugar donde esperaban a que finalizasen la jornada para volver a conducirlos a los barracones. Estos sufrían continuos castigos y eran destinados a los peores trabajos, las capas más estrechas, los tajos más mojados y que se hundían, o incluso castigados al barracón, privados del exiguo salario y la redención. Esta situación laboral ejemplifica el paso de  la  represión  política  a  la  explotación  económica de  los  vencidos, mano de obra en condiciones de esclavitud usada como  “botín  de  guerra”.

En 1947 se cierra el campo de trabajo de Fabero, trasladando parte de sus reclusos al campo de Antracitas de Gaiztarro en Matarrosa del Sil. Muchos de los presos cuando fueron puestos en libertad (vigilada y con sello oficial de la empresa), se quedaron a vivir en Fabero y continuaron trabajando en alguna explotación minera de la zona.

 

Tras haberse lucrado con la producción de carbón a muy bajo coste Minas de Antracita Moro S.A. y Minas del Bierzo  pasarán a manos de Antracitas de Fabero que continuarán con sus explotaciones mineras. El empresario Maximino Moro abandonará sus intereses en Fabero con vistas a centrarse en el negocio del espectáculo y la hostelería en Madrid.

El balance que los responsables del sistema de explotación de presos hacían en la temprana fecha de 1942 es realmente esclarecedor:

“Resumiendo, se puede afirmar que la labor realizada por los reclusos en nuestras minas es una de las aportaciones más meritorias para el desarrollo de la economía”. Fuerza de trabajo a bajo coste que empresarios mineros de Asturias calculaban entre un 50 y un 60% más “productiva”. El Patronato reconocía que se debía a que el preso “alarga y estira la tarea” para no “perder la redención y los subsidios”. Trabajadores que están disponibles los 365 del año y las 24 horas del día, recibiendo un salario que era la décima parte del de un guaje por un trabajo de picador o barrenista.

La propaganda trata de presentar la más absoluta explotación cómo una oportunidad para los presos. En la Memoria que el Patronato Central para la Redención de Pensas por el Trabajo "eleva al Caudillo de España y a su gobierno" en enero de 1942 se puede leer:

“Así, por ejemplo, en las minas de antracita de Fabero, muchos muchachos sin oficio determinado han adquirido el de «picador de carbón», que les asegurará ocupación el día de mañana en una profesión donde los jornales son altos y la demanda grande.”

El trabajo forzado en las minas y otras empresas supuso una acumulación de capital esencial para el posterior desarrollismo económico. Acumulación por sobreexplotación que cuenta con el apoyo de todo el aparato del Estado, que lo fomenta para la realización de beneficios por parte de empresarios privados, en este caso mineros.

No podemos hacer una estimación económica en el caso de Fabero, sin embargo, Isaías Lafuente, cuantifica en 133.868 millones de pesetas (de la época), más de 780 millones de euros los beneficios ilícitos obtenidos de los trabajos forzados de más de 400.000  presos políticos.

Con esos beneficios Maximino Moro monta un entramado empresarial que comprendía locales comerciales, hoteles, sala de fiestas, cine y el Teatro Albéniz de Madrid. Paradójicamente, la riqueza creada con el sufrimiento de los trabajadores de Fabero, libres y esclavos, perdedores de la guerra, había servido para crear infraestructuras de ocio y  espectáculo al servicio de la burguesía madrileña. Un drama.

 

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