Un relato novelado
sobre el fin de la minería del carbón en El Bierzo
Este blog tiene como
objetivo recuperar la historia, la memoria y la cultura de obrera, industrial y
democrática de El Bierzo y Laciana. Por norma general los artículos son
históricos en base a fuentes primarias contrastadas. Sin embargo, hoy os
presento un relato novelado sobre el fin de la minería del carbón en El Bierzo.
Un relato que para un día como hoy, el primero tras el cierre de Compostilla
II, puede servir de reflexión y reivindicación sobre el presente y el futuro de
las comarcas tras el desmantelamiento del complejo minero-energético.
El texto resultó ganador en el primer concurso de relatos que El Mono Azul, suplemento cultural de Mundo Obrero, convocó en 2019. El jurado estuvo presidido por Constantino Bértolo. Debo prevenir al lector o la lectora que los hechos que se narran en él mismo están inspirados en la realidad histórica, sin embargo, las fechas y los nombres de los protagonistas son inventados.
…
¿Futuro?
Como cada día se
santigua, cruza la puerta del cuarto de aseo apoyando primero el pie izquierdo.
Son manías, rituales laicos, hábitos adquiridos no se sabe cómo, pero que le aportan
seguridad. Cabizbajo recorre los escasos metros que lo separan de la
lampistería. Recoge la lámpara, la coloca en el casco y ajusta la petaca con el
cinto. En un movimiento instintivo aprieta los pulgares del cinto hacia abajo.
Son las 7:50, los rayos
del sol aún se muestran perezosos. Es diciembre, un día entre Santa Bárbara y
navidades. Un día frío en aquella montaña de El Bierzo alto. En una mano la
merienda, en la otra el hacho, en la
mirada desconsuelo, en el aire desconcierto. Aquél no es un día como los demás.
Cómo cada jornada, un
cigarro se consume repasando los quehaceres
que se presentan. Cuando la aguja señala la hora en punto, junto a sus
compañeros, pocos, encienden la luz, se introducen en la oscuridad, cruzan la
bocamina. Apenas un puñado de hombres se dirigen hacia el interior del pozo
plano, lejos quedan aquellos tiempos de tres relevos con cientos de compañeros,
la empresa ahora es prácticamente un chamizo.
Pocos minutos después
se encuentra en el tajo. En las vagonetas de transporte de personal han recorrido
los 3 kilómetros que los separaban del frente de ataque. Comienza un nuevo
ciclo. La mina es un trabajo de carácter cíclico: barrenar, atacar, escombrar,
sostener y volver a barrenar. Cristian es picador. En su caso, dar tira, picar,
palear, postear y volver a picar.
Es como el ciclo de la
vida. Quienes conocen la mina saben que es más que un oficio, la
antropomorfizan. Es como un cuerpo humano, para los mineros adquiere hábitos de
ser vivo. La mina tira, avisa, se cobra
lo suyo: «La mina es
mina», dicen. Es un tejido
capilar de galerías principales y accesorias, raíles y vagonetas que se nutre
de hombres jóvenes y materiales pobres que entran por galerías y ramplas, y salen cargadas de riqueza
negra y hombres viejos, muchas veces en menor número de los que recibió. Un
ciclo que concluía ese mismo día.
Comienza la jornada. Una
hilera de trabajadores se distribuyen por la rampla, una mezcla entre luciérnagas
y hormigas perfectamente coordinadas que reparten la madera, puntalas y
bastidores para asegurar los tajos, en un momento en que lo más inseguro es el
trabajo. Es una labor en equipo, compañerismo. En la mina «uno no es nada sin el resto», se lo había dicho en su primer
día Arturón. El viejo militante de las
comisiones al mismo tiempo que trataba de calmar sus nervios de novato le
ponía una hoja de afiliación al sindicato: «tranquilo guaje,
lo peor no está aquí abajo, está ahí arriba, en la oficina, hay que unirse».
Una hora después comienza
el avance. Tras comprobar el martillo, se mete en la sobreguía, un pequeño cubículo de 70 centímetros de altura, entre el
techo, el muro, el carbón y el panzer. Los recuerdos comienzan a aflorar.
Recuerda el primer día, cuando haciendo la
regadera, pensaba «Hay
que estar loco, para meterse aquí».
Pronto se le vienen a la cabeza las bromas de su padre, otro viejo minero que
presumía de haberse ganado la vida tumbado. Tumbado sí, pero en qué condiciones,
y ¡a qué precio!. Cierto es que con 60 años no está en las condiciones de su
padre. El reuma y la silicosis no le impiden atender un pequeño huerto y tomar
unos vinos con los antiguos compañeros mientras recuerdan sus penas y alegrías
en la mina, las peleas en la sede sindical, las huelgas y los encierros. Gracias
a ello no ha corrido la suerte de su padre que con 60 años se murió ahogado por
la silicosis. ¡Puta mina!, acertó a decir en su última exhalación.
Entre la nostalgia se
desenvuelve la faena. Por delante tiene 7 chapas
de carbón que ir ganándole a la montaña. Entre el mineral aparecen
estériles, trata de apartarlos cómo hace con esos pensamientos pesimistas que
le dicen que estéril ha sido su lucha. No es cierto, pero pensarlo es una forma
de protegerse, aunque duela. Él no la inició, pero es probable que con él
concluya.
En la cuenca las luchas
se heredan con la misma naturalidad que los zapatos del hermano mayor pasan al
pequeño. Recuerda cuando era un niño. Las batallas campales con su madre a la
vuelta del cole. Él pescado rebozado hacía bola. Ella con una sonrisa nerviosa,
con una oreja en la radio y otra en el plato, trataba de devolverlas. Cómo
también su padre, no muy lejos de allí, en la artería que comunica la torre de
Hércules con la Plaza del Sol, sorteaba las pelotas de los antidisturbios. Una
batalla desigual, de un lado los del traje negro, del otro los de la cara
negra. Unos con chopos, otros con voladores.
«La barricada cierra el
paso, pero abre el camino»,
decían en el 68. Aquí no ha abierto caminos, pero han impedido que cierren
todas las minas. Hasta hoy.
La rutina laboral es la
de todos los días, sin embargo, muchos son los pensamientos que hoy le acompañan.
Sentimientos encontrados. Muchos los rechaza pero vuelven, como si quisieran
hacer balance, un debe y un haber.
33 años, 15 cotizados y
casi uno en blanco, de huelgas. Desde que empezó a trabajar esto último lo
había asumido entre lo natural y lo imprevisible. «Las huelgas estallan cuando uno menos lo piensa», le gustaba decir a su padre. «Los otros trabajadores ahorran
para ir de vacaciones, nosotros para las huelgas», apostillaba su madre, conocedora de los entresijos
de la economía familiar. El resultado es agridulce. Cristian había conseguido
entrar a trabajar cuando el gobierno de Felipe González se había propuesto que,
como la Thatcher en Inglaterra, la
generación de sus padres fuera la última de la saga de mineros. Aquí no fue
así, como en cuidados paliativos, la vida de las comarcas se prolongó 30 años
más, una muerte dulce. Sin embargo, nadie quiere asumir ser el último, quien
cierre la puerta y apague la luz.
A la hora del
bocadillo, en un rincón de la galería auxiliar, junto a su pareja, el ayudante
minero, hablan de la última cena de Santa Bárbara. Entre risas rememoran la juerga que se corrieron el día de la
patrona. Es una cita anual con el orgullo, es su día y lo aprovecharon, vaya si
lo aprovecharon. Entre risas y alcohol, vestidos de limpio, de calle, festejaron.
No sabían exactamente por qué, pero brindaron. Un alcohol tan frecuente como
preocupante, esa noche quizás buscaban olvidar. Hubiesen deseado que el tiempo
se detuviese en aquel instante.
Aunque ríen, sus
pensamientos son tristes, nostálgicos. Sólo tratan de evadirse de lo que
realmente les preocupa. Tratan de ocultarlo, pero pronto la realidad asoma
entre sus pensamientos. Mordiéndose el labio de abajo, con los ojos brillantes
de unas lágrimas que se asoman pero no se derraman, que se enseñan pero se
contienen, entre la impotencia, el orgullo y la rabia, apenas acierta a escupir
unas pocas palabras. Es un recorrido por los familiares, vivos y muertos, de
algunos mandamases. Aparecen el dueño
de la mina, políticos del PP, del PSOE, Villa «el fartón
de la UGT de Asturias» o
los dirigentes de la UE, estos sin nombre, pero con mucha responsabilidad.
«¡Resulta que Europa iba a ser el futuro
y nos va a devolver al pasado!»
Se lamenta el primero. «¡Sí,
volveremos a ser 4 en el pueblo cuidando cabras, como decía mi abuela! O lo
llenamos de casas rurales»,
le responde el ayudante entre risas. «Pero emprendedores… ¡eso sí!», apostilla mientras le guiña un ojo. Lo cierto es
que llevan años luchando para no tener que emigrar o convertirse en Cherokees en la reserva.
Muchas palabras y pocas
acciones están en el origen de sus lamentaciones. El minero es de pocas
palabras pero tiene palabra. No como quienes devalúan el significado del
lenguaje. Muestra la sinceridad del patriota, de quien devuelve a su país la
riqueza que atesora en el subsuelo, de quien le ofrece la soberanía energética
frente a quienes la venden a Goldman Sach. Una extraña conexión entre Bogotá,
el parqué bursátil y el puerto del Musel de Gijón, ha truncado sus destinos.
Sin embargo, a diferencia de quienes diseñan los planes de esas compañías, su
muñeca la abraza un Casio negro, no un Viceroy con correa rojigualda. La
memoria es frágil, pocos se acuerdan de aquello que decía su abuelo «nosotros, los mineros,
levantamos el país».
Tras un suspiro y un
trago de agua, toca rematar la faena. Con la virtuosa maestría de quien lleva
años desempeñando su labor, hace una llave, una jugada, en el lenguaje del agujero.
Un complicado cuadrado de troncos de pino que como un castillete, sostiene el
techo. El minero juega contra todos. Se la juega y lo sabe. Sabe jugar y no le sale
la jugada. Ha jugado bien, pero no le dejan jugar. Lucha contra quienes juegan
con su futuro, limpios y engominados. Lucha contra la empresa por el convenio,
por la seguridad, por las chapas del
destajo que siempre se olvidan de apuntar. Lucha contra el gobierno por un
nuevo Plan, contra las eléctricas
privatizadas por el cupo, contra la
Unión Europea por una prórroga. Es consciente
de que el problema no es el verde de la ecología, no es el negro del carbón, es
el rojo del minero que lo saca.
De nuevo otro suspiro,
esta vez de alivio. Termina su tarea. Su
tajo está cuadrado. Echa un vistazo
al techo, postea un costero. Lo mira por última vez. A la mente se le viene mil y un recuerdos, el hundimiento que
casi le cuesta la vida, la marcha andando a Madrid, la primera vez que le
enseño la mina a su hija, la huelga de hambre en Ponferrada, su primer discurso
en el cuarto de aseo y la prejubilación de Pepe, un minerón de Laciana, un
paisano de arriba abajo, que le había enseñado el oficio.
No queda mucho tiempo y
se aproxima a ayudarle al compañero. Hoy le ha tocado un tajo mojado, encima la
capa viene dura. No importa, la mina
es eso, ayuda y ser compañeros. Aunque
de eso no sabía muchas Cadenas, ese
vigilante que acostumbraba a apuntar chapas de menos, y alguna vez tuvieron que
apagarle la lámpara para abanicarle el
cuerpo. Ese día sin embargo, les apunta una de más. «¡Oferta de última hora!».
Pasan tres horas y tres
minutos del mediodía cuando una ráfaga de luz intermitente se cruza en su campo
de visión. Es el vigilante, es la señal convenida. Se ha terminado la jornada.
En la mina se habla poco, pero se dice mucho, los gestos y las señales
constituyen un abecedario convenido. Un glosario de lenguaje no verbal,
aprendido, transmitido, mimado y respetado. No tiene diccionario, pero si
normativa, la del compañerismo. Códigos no escritos, dos toques si quedas
atrapado para decir que estás bien. Un día de paro si se mata alguien en algún
pozo. Dos si es en la empresa. Tres si es en tu grupo. Si unos paran, tú también. El esquirolaje está penado con
el aislamiento social, «o estaba», se cuestiona el joven obrero.
15:13 los dos
compañeros encaran la recta de la galería principal. Sienten una sensación
agridulce, no es la liberación de todos los días. A pie recorren los últimos
metros del pozo plano, el casco ya no cubre su cabeza, bamboleante pende del
cable sobre el pecho. El Marlboro ya está en la oreja, pendiente de darle lumbre. De forma intuitiva, se dirigen a
la luz. Esa luz que tanto ansían cuando están ahí abajo.
En la bocamina. Una
mina de gente está esperando, familiares, amigos, viejos mineros, sindicalistas
y periodistas. Que sensación más extraña. Parece un déjà vu. Un recuerdo emocionado le viene a la mente, mira a su
compañero. Sin decirse nada saben de qué hablan, apenas han pasado unos meses
desde el último encierro, pero este recibimiento es diferente, es el último.
Cuando pone un pie en
la plaza del pozo, un escalofrío recorre todo su cuerpo. Se para. Suspira.
¡Puta mina! -exclama-. Una lágrima transparente, como su corazón, recorre su
mejilla izquierda. Redonda, como una bola de adivino. La mira. En su mente
retumba una palabra:
¿Futuro?
Alejandro Martínez Rodríguez
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